Opinión / Con G de gato

1958 fue un año con contradictorias sensaciones. Por lado, las esperanzas de la restauración peronista puestas en el pacto “Perón – Frondizi”, lo que le había permitido a éste, acceder a la presidencia de la Nación. Por el otro, las políticas neoliberales de la dictadura denominada “Revolución Libertadora” seguían golpeando duramente, especialmente, a los sectores populares.

10 MAR 2022 - 18:54 | Actualizado

Por Alfredo Páez, exdirector general de prensa del gobernador Néstor Perl / Especial para Jornada

Consecuencia de esas políticas, eran los problemas por los que pasaba la enseñanza pública: La falta de aulas, la quita sistemática de contenido didáctico del rol del docente y el deterioro del ingreso de los mismos eran indicadores de esas dificultades.

1958 fue uno de esos años en que las huelgas docentes, por mejores condiciones laborales, se manifestaron con vehemencia, especialmente en la provincia de Buenos Aires.

Al mismo tiempo, la sociedad argentina estaba inmersa en la discusión sobre si era legítimo que las universidades privadas otorgasen títulos habilitantes. La opción “laica o libre” que comenzó como una cuestión del ámbito académico y terminó siendo expresión de las contradicciones sociales de la Argentina. En esa época se hablaba de las antinomias, porque, por un lado, los sectores populares que veían peligrar el posible acceso a la educación pública acompañaban la defensa de la universidad pública; y por el otro, los sectores ultranacionalistas, católicos y antiperonistas que consideraban que no había razón para que el hijo del barrendero fuera otra cosa.

Su amigo, Chachito, hijo del carnicero del barrio, que cursaba el primer año de la enseñanza media se había embanderado por el lado de los defensores de la enseñanza laica.

Él, estaba en el último año del ciclo primario. Aburrido por la falta de clases, su atención estaba centrada en la disputa política en la que estaba metido su amigo sin dejar de sentirse solidario con su maestra.

Así las cosas, un día, decidieron ir más allá de la pasividad de la preadolescencia para hacer algo por las cosas que les preocupaba.

Chachito puso papel de estraza, ese que se usaba para envolver la carne, que, sin que se diera cuenta su padre, sacó de la carnicería y él, que había descubierto que el lápiz que usaba el carpintero, que hacía algunos arreglos en su casa, tenía la mina gorda con el que se podía escribir con trazos gruesos.

Cortaron las hojas de papel por la mitad y cada uno hizo sus carteles. Los de Chachito decían “viva la enseñanza laica”; los del otro, convocaba a apoyar la lucha de los maestros.

Prepararon engrudo, esperaron que aparecieran las primeras sombras del atardecer para salir a pegar los carteles, con el corazón acelerado, como correspondía a lo que eran: aprendices de agitadores.

Con cuidado de no ensuciar mucho las paredes de las casas de los vecinos, trataron, cada uno, de pegar en la tapa de los medidores de electricidad, los afiches que expresaban sus convicciones.

Terminada la faena, ya de noche, cada cual fue para su casa.

Él ensoñado, satisfecho por la emoción de lo hecho, salió abruptamente de ese estado de satisfacción, cuando su madre entró como una tromba en el cuarto; por la velocidad del movimiento, no vio venir la bofetada que, de plano, llegó a la su cara.

Mientras el ensueño desaparecía, no entendía porque, gritando furiosa, le decía: “vas y sacás toda esa porquería que pegaste”. ¿Todo?; ¡no!, ¡los que vos pegaste!

Con la cola entre las patas, masticando el dolor y la frustración salió a cumplir lo ordenado. La madre fue detrás, cuidando que no le pasara nada porque ya la noche era cerrada.

Intrigado, mientras despegaba todos los papeles, trataba de descubrir que era lo que había causado la reacción de ella. su mamá, discurría, va todos los días a la unidad básica que entonces era clandestina y ella misma salía a pintar paredes y pegar carteles.” Pe Ve”, “Perón vuelve” era lo más común que le había visto hacer; por eso no comprendía porque estaba tan enojada.

Los carteles que había hecho eran simples, solo una frase: “Apoye la guelga de los maestros”. Había escrito “guelga”, así, con "g" de gato.

10 MAR 2022 - 18:54

Por Alfredo Páez, exdirector general de prensa del gobernador Néstor Perl / Especial para Jornada

Consecuencia de esas políticas, eran los problemas por los que pasaba la enseñanza pública: La falta de aulas, la quita sistemática de contenido didáctico del rol del docente y el deterioro del ingreso de los mismos eran indicadores de esas dificultades.

1958 fue uno de esos años en que las huelgas docentes, por mejores condiciones laborales, se manifestaron con vehemencia, especialmente en la provincia de Buenos Aires.

Al mismo tiempo, la sociedad argentina estaba inmersa en la discusión sobre si era legítimo que las universidades privadas otorgasen títulos habilitantes. La opción “laica o libre” que comenzó como una cuestión del ámbito académico y terminó siendo expresión de las contradicciones sociales de la Argentina. En esa época se hablaba de las antinomias, porque, por un lado, los sectores populares que veían peligrar el posible acceso a la educación pública acompañaban la defensa de la universidad pública; y por el otro, los sectores ultranacionalistas, católicos y antiperonistas que consideraban que no había razón para que el hijo del barrendero fuera otra cosa.

Su amigo, Chachito, hijo del carnicero del barrio, que cursaba el primer año de la enseñanza media se había embanderado por el lado de los defensores de la enseñanza laica.

Él, estaba en el último año del ciclo primario. Aburrido por la falta de clases, su atención estaba centrada en la disputa política en la que estaba metido su amigo sin dejar de sentirse solidario con su maestra.

Así las cosas, un día, decidieron ir más allá de la pasividad de la preadolescencia para hacer algo por las cosas que les preocupaba.

Chachito puso papel de estraza, ese que se usaba para envolver la carne, que, sin que se diera cuenta su padre, sacó de la carnicería y él, que había descubierto que el lápiz que usaba el carpintero, que hacía algunos arreglos en su casa, tenía la mina gorda con el que se podía escribir con trazos gruesos.

Cortaron las hojas de papel por la mitad y cada uno hizo sus carteles. Los de Chachito decían “viva la enseñanza laica”; los del otro, convocaba a apoyar la lucha de los maestros.

Prepararon engrudo, esperaron que aparecieran las primeras sombras del atardecer para salir a pegar los carteles, con el corazón acelerado, como correspondía a lo que eran: aprendices de agitadores.

Con cuidado de no ensuciar mucho las paredes de las casas de los vecinos, trataron, cada uno, de pegar en la tapa de los medidores de electricidad, los afiches que expresaban sus convicciones.

Terminada la faena, ya de noche, cada cual fue para su casa.

Él ensoñado, satisfecho por la emoción de lo hecho, salió abruptamente de ese estado de satisfacción, cuando su madre entró como una tromba en el cuarto; por la velocidad del movimiento, no vio venir la bofetada que, de plano, llegó a la su cara.

Mientras el ensueño desaparecía, no entendía porque, gritando furiosa, le decía: “vas y sacás toda esa porquería que pegaste”. ¿Todo?; ¡no!, ¡los que vos pegaste!

Con la cola entre las patas, masticando el dolor y la frustración salió a cumplir lo ordenado. La madre fue detrás, cuidando que no le pasara nada porque ya la noche era cerrada.

Intrigado, mientras despegaba todos los papeles, trataba de descubrir que era lo que había causado la reacción de ella. su mamá, discurría, va todos los días a la unidad básica que entonces era clandestina y ella misma salía a pintar paredes y pegar carteles.” Pe Ve”, “Perón vuelve” era lo más común que le había visto hacer; por eso no comprendía porque estaba tan enojada.

Los carteles que había hecho eran simples, solo una frase: “Apoye la guelga de los maestros”. Había escrito “guelga”, así, con "g" de gato.


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