Nervios y olor a alcohol: el testimonio que derrumbó la versión de la fuga

El cabo dijo que los presos dormían sin disturbios. Le ordenaron entregar su arma y abrir los calabozos. Escuchó gritos, ráfagas de metralla y hasta los tiros de gracia. Rubén Paccagnini, jefe de la Base Zar, dormía a 200 metros pero “no escuchó nada” pese a su oído de aviador naval.

Versiones. Marandino, de infaltable boina, fue el cabo que responsabilizó a sus superiores y negó la fuga
23 AGO 2022 - 17:53 | Actualizado 23 AGO 2022 - 17:55

Transcurrió el juicio alejado del resto y al llegar sólo saludaba a su abogado Marcos González. Se sentaba de espaldas al público, bien pegado a la cortina a la derecha del escenario. Bajaba la cabeza cubierta con la boina y parecía dormitar, en su propio silencio y penumbra. La lluvia de flashes lo molestaba y cada tanto se tapaba el perfil con una mano. Durante días iba vestido igual. Nunca sonrió.

Así de oscuro, el excabo Carlos Marandino fue clave para la causa: el imputado que derribó la versión oficial de la fuga y recordó ráfagas de metralla y presos indefensos. Su relato leído fue el más comprometedor para los marinos, que ni lo saludaban.
El cabo estaba de guardia de los detenidos y eran 3.15, a 45 minutos de culminar su turno. Hasta que aparecieron Sosa, Bravo, Del Real, Herrera y un quinto que no identificó ni pudo ver bien. Le ordenaron entregar su arma. “Pensé que me había mandado alguna macana y que me había metido en un lío”, le dijo al juez Hugo Sastre.

Le dieron la llave para abrir los calabozos y que se retirara. Sí señor, cumplió. Los presos dormían y en su guardia “en ningún momento sentí ni observé nada y siempre había silencio”. El dato desmintió al teniente Bravo, que según la Armada sacó a los presos de su prisión por el revuelo que hacían.
Marandino notó “pasados de copas y nerviosos” a sus superiores. Caminaban y hablaban bien pero “olían a alcohol”. Hizo caso y caminó fuera del pabellón. En ese instante escuchó a sus espaldas gritos y discusiones entre militares y subversivos. Le pareció que los detenidos cantaban el Himno Nacional. Luego una ráfaga de ametralladora, un silencio profundo y otra ráfaga intensa. Y disparos aislados de calibre 45, los presuntos remates a los presos que agonizaban. Hizo cuerpo a tierra.
Envuelto en olor a pólvora y humo, le ordenaron revisar los cuerpos tirados de costado uno sobre otro pero no aguantó la impresión y se descompuso. Se sintió “muy nervioso y confuso, temí por mi vida”. Terminó en la Enfermería, sedado.
Marandino ratificó que no hubo gritos ni quejas ni desmanes de los presos que justificaran sacarlos de los calabozos. Y que se protegió detrás de una mampara de madera que separaba la cárcel de la guardia.

“Quedé en estado de shock y vi mucha sangre en el pasillo. Se sentían muchos quejidos de dolor y me sentí muy mal”. Los agresores se quedaron en el lugar.
Marandino había llegado el 10 de agosto a la Base. Dos días después del incidente, un capitán de fragata que no conocía le ordenó que para el sumario repitiera la versión de la fuga y desmintiera cualquier otra historia. Que a Sosa lo habían golpeado para desarmarlo, aunque no lo vio herido y siempre con su metralla y su pistola en la cartuchera de la cintura. “No tenía que decir más nada pero la versión de la fuga no es creíble”, admitió.
El cabo recibió “órdenes claras y precisas”, aunque no sabe de dónde vino la instrucción de ejecutar a los 19 prisioneros. “Eso viene de los niveles superiores y no se lo consultan a un cabo de segunda en su primer año”, advirtió.
Un año después lo mandaron de comisión a EE.UU. y lo pasaron a retiro. Estuvo un año y medio sin actividad. “Pienso que me enviaron para evitar que los militantes se tomen venganza o represalias conmigo”, admitió. Terminó su carrera como chofer del agregado naval en tierra norteamericana.

El jefe no escuchó nada

El capitán de navío Rubén Paccagnini era el jefe de la Base Zar de Trelew. Fue acusado de cómplice necesario ya que habría trasmitido la orden de Horacio Mayorga para ejecutar a los presos.
Según su declaración leída en el recinto, en 1972 la Base estaba a medio construir y su pista era de tierra. Cuando se produce la fuga de la U-6 de Rawson y la entrega de los 19 militantes en el Aeropuerto, “llegan órdenes de la Presidencia de la Nación de no restituirlos al penal debido al alboroto que había quedado, y llevarlos a la Base. La U-6 estaba colapsada, su jefe cuestionado tras la fuga y por eso se ordenó dilatar el traslado hasta tanto volver a la normalidad”.
Paccagnini aseguró que no escuchó quejas de los detenidos pero que casi no tuvo contacto con ellos. Dormía cuando se produjo la balacera: “Estaba en mi casa a 200 metros de los calabozos con mi esposa y mis tres nenas”. No escuchó nada. Le preguntaron si tenía problemas auditivos. “Soy aviador naval y no podría serlo en absoluto si los tuviera”, explicó.

El oficial de guardia, Agustín Magallanes, le avisó lo sucedido por teléfono. Se puso un capote sobre el pijama y en 3 minutos llegó al sector de los calabozos. Fue el primero en entrar: halló muertos y heridos. Se limitó a pedir atención médica y solicitar que se tomen declaraciones de inmediato “para que todo quedara absolutamente claro”. Sosa, Bravo y el capitán Raúl Herrera (un contador que fue imputado pero falleció) ya no estaban allí.
No recordó más detalles más debido al poco tiempo que estuvo en el área –vestido con pijama- y los años que pasaron. Tampoco ingresó de nuevo a los calabozos ya que “sería morboso volver a ver los cadáveres. “Se hizo responsable el Estado Mayor Conjunto y no firmé ningún boleto de pago de los 16 cajones”.
Tras el hecho, Herrera le contó a Paccagnini la versión oficial: por hacer un “escándalo de proporciones”, Bravo sacó a los presos enojados al pasillo para una inspección de rutina de Sosa; un detenido intentó copar la guardia y no quedó más remedio que gatillar.

Aunque compartió poco tiempo con Sosa, Paccagnini lo definió como “un buen hombre que sabía tratar a su gente”. El exjefe de la unidad militar subrayó que jamás escuchó de malos tratos en los calabozos y que nadie interrogó a los detenidos. Pero admitió que la prisión trelewense era precaria y pensada para castigar disciplinariamente a conscriptos, no para alojar civiles. Los 19 fusilados fueron los únicos no militares que fueron encerrados en el lugar.
“Nunca fui a la justicia por esto porque no intervine y no puedo denunciar algo que no vi -advirtió-. Pero nunca di en absoluto ninguna orden de matar a nadie”. Paccagnini era el oficial de más antigüedad ese agosto. No volvió a saber de sus pares.
Según su relato, antes de la fuga “nadie andaba armado en la Base” y no era nada habitual sacar a todos los presos de las celdas en simultáneo. “La excepción era si alguien quemaba un colchón”, concluyó Paccagnini. Ante el juez federal Hugo Sastre ayudó a completar un croquis de dónde estaban los calabozos y dónde los cadáveres tibios.#

Versiones. Marandino, de infaltable boina, fue el cabo que responsabilizó a sus superiores y negó la fuga
23 AGO 2022 - 17:53

Transcurrió el juicio alejado del resto y al llegar sólo saludaba a su abogado Marcos González. Se sentaba de espaldas al público, bien pegado a la cortina a la derecha del escenario. Bajaba la cabeza cubierta con la boina y parecía dormitar, en su propio silencio y penumbra. La lluvia de flashes lo molestaba y cada tanto se tapaba el perfil con una mano. Durante días iba vestido igual. Nunca sonrió.

Así de oscuro, el excabo Carlos Marandino fue clave para la causa: el imputado que derribó la versión oficial de la fuga y recordó ráfagas de metralla y presos indefensos. Su relato leído fue el más comprometedor para los marinos, que ni lo saludaban.
El cabo estaba de guardia de los detenidos y eran 3.15, a 45 minutos de culminar su turno. Hasta que aparecieron Sosa, Bravo, Del Real, Herrera y un quinto que no identificó ni pudo ver bien. Le ordenaron entregar su arma. “Pensé que me había mandado alguna macana y que me había metido en un lío”, le dijo al juez Hugo Sastre.

Le dieron la llave para abrir los calabozos y que se retirara. Sí señor, cumplió. Los presos dormían y en su guardia “en ningún momento sentí ni observé nada y siempre había silencio”. El dato desmintió al teniente Bravo, que según la Armada sacó a los presos de su prisión por el revuelo que hacían.
Marandino notó “pasados de copas y nerviosos” a sus superiores. Caminaban y hablaban bien pero “olían a alcohol”. Hizo caso y caminó fuera del pabellón. En ese instante escuchó a sus espaldas gritos y discusiones entre militares y subversivos. Le pareció que los detenidos cantaban el Himno Nacional. Luego una ráfaga de ametralladora, un silencio profundo y otra ráfaga intensa. Y disparos aislados de calibre 45, los presuntos remates a los presos que agonizaban. Hizo cuerpo a tierra.
Envuelto en olor a pólvora y humo, le ordenaron revisar los cuerpos tirados de costado uno sobre otro pero no aguantó la impresión y se descompuso. Se sintió “muy nervioso y confuso, temí por mi vida”. Terminó en la Enfermería, sedado.
Marandino ratificó que no hubo gritos ni quejas ni desmanes de los presos que justificaran sacarlos de los calabozos. Y que se protegió detrás de una mampara de madera que separaba la cárcel de la guardia.

“Quedé en estado de shock y vi mucha sangre en el pasillo. Se sentían muchos quejidos de dolor y me sentí muy mal”. Los agresores se quedaron en el lugar.
Marandino había llegado el 10 de agosto a la Base. Dos días después del incidente, un capitán de fragata que no conocía le ordenó que para el sumario repitiera la versión de la fuga y desmintiera cualquier otra historia. Que a Sosa lo habían golpeado para desarmarlo, aunque no lo vio herido y siempre con su metralla y su pistola en la cartuchera de la cintura. “No tenía que decir más nada pero la versión de la fuga no es creíble”, admitió.
El cabo recibió “órdenes claras y precisas”, aunque no sabe de dónde vino la instrucción de ejecutar a los 19 prisioneros. “Eso viene de los niveles superiores y no se lo consultan a un cabo de segunda en su primer año”, advirtió.
Un año después lo mandaron de comisión a EE.UU. y lo pasaron a retiro. Estuvo un año y medio sin actividad. “Pienso que me enviaron para evitar que los militantes se tomen venganza o represalias conmigo”, admitió. Terminó su carrera como chofer del agregado naval en tierra norteamericana.

El jefe no escuchó nada

El capitán de navío Rubén Paccagnini era el jefe de la Base Zar de Trelew. Fue acusado de cómplice necesario ya que habría trasmitido la orden de Horacio Mayorga para ejecutar a los presos.
Según su declaración leída en el recinto, en 1972 la Base estaba a medio construir y su pista era de tierra. Cuando se produce la fuga de la U-6 de Rawson y la entrega de los 19 militantes en el Aeropuerto, “llegan órdenes de la Presidencia de la Nación de no restituirlos al penal debido al alboroto que había quedado, y llevarlos a la Base. La U-6 estaba colapsada, su jefe cuestionado tras la fuga y por eso se ordenó dilatar el traslado hasta tanto volver a la normalidad”.
Paccagnini aseguró que no escuchó quejas de los detenidos pero que casi no tuvo contacto con ellos. Dormía cuando se produjo la balacera: “Estaba en mi casa a 200 metros de los calabozos con mi esposa y mis tres nenas”. No escuchó nada. Le preguntaron si tenía problemas auditivos. “Soy aviador naval y no podría serlo en absoluto si los tuviera”, explicó.

El oficial de guardia, Agustín Magallanes, le avisó lo sucedido por teléfono. Se puso un capote sobre el pijama y en 3 minutos llegó al sector de los calabozos. Fue el primero en entrar: halló muertos y heridos. Se limitó a pedir atención médica y solicitar que se tomen declaraciones de inmediato “para que todo quedara absolutamente claro”. Sosa, Bravo y el capitán Raúl Herrera (un contador que fue imputado pero falleció) ya no estaban allí.
No recordó más detalles más debido al poco tiempo que estuvo en el área –vestido con pijama- y los años que pasaron. Tampoco ingresó de nuevo a los calabozos ya que “sería morboso volver a ver los cadáveres. “Se hizo responsable el Estado Mayor Conjunto y no firmé ningún boleto de pago de los 16 cajones”.
Tras el hecho, Herrera le contó a Paccagnini la versión oficial: por hacer un “escándalo de proporciones”, Bravo sacó a los presos enojados al pasillo para una inspección de rutina de Sosa; un detenido intentó copar la guardia y no quedó más remedio que gatillar.

Aunque compartió poco tiempo con Sosa, Paccagnini lo definió como “un buen hombre que sabía tratar a su gente”. El exjefe de la unidad militar subrayó que jamás escuchó de malos tratos en los calabozos y que nadie interrogó a los detenidos. Pero admitió que la prisión trelewense era precaria y pensada para castigar disciplinariamente a conscriptos, no para alojar civiles. Los 19 fusilados fueron los únicos no militares que fueron encerrados en el lugar.
“Nunca fui a la justicia por esto porque no intervine y no puedo denunciar algo que no vi -advirtió-. Pero nunca di en absoluto ninguna orden de matar a nadie”. Paccagnini era el oficial de más antigüedad ese agosto. No volvió a saber de sus pares.
Según su relato, antes de la fuga “nadie andaba armado en la Base” y no era nada habitual sacar a todos los presos de las celdas en simultáneo. “La excepción era si alguien quemaba un colchón”, concluyó Paccagnini. Ante el juez federal Hugo Sastre ayudó a completar un croquis de dónde estaban los calabozos y dónde los cadáveres tibios.#


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