Por Susana Arcilla / Especial para Jornada
Yo soy El Solito, sobreviví al azote del viento patagónico, me hice fuerte y acá estoy –detenido- observando a los transeúntes que van y vienen sin parar. A veces la noche me da un respiro y puedo dormir u observar las estrellas en el silencio infinito. Ahora ya me siento fuerte como para hablar y contar todo lo que vengo arrullando en mi conciencia ancestral.
Nací de una semilla furtiva que la madre tierra acogió en sus sagrados pliegues, entre matas y piedras. Al principio nadie apostaba por mi supervivencia. Algunos me alimentaban cuando pasaban, unos con agua y otros con cuencos; lo siguen haciendo aún hoy. Otro –un día- me puso un cartel, ese que me dio el nombre. Creo que pensó que así estaría más acompañado, o quizá que así me mirarían más… Puede ser, no me dijo nada cuando lo hizo, clavó el cartel y se fue como si yo no existiera. Yo necesito que me hablen.
Reconozco que los molinos eólicos me quitaron mucho protagonismo en esta ruta pero, ¿usted no va a comparar la vida misma con la tecnología, no es cierto? No digo que no sean bellos y esbeltos –por ahí más que yo-, sino que no tienen espíritu vital, ¿me explico?
Los que hicieron la doble vía me tuvieron piedad. Me podrían haber arrancado de raíz pero no lo hicieron. Yo creo que es porque inspiro respeto. A quién otro se le ocurriría quedarse acá -invierno y verano- sin un ser que se quede a su lado para que le cuente historias de encuentros y desencuentros, o le haga escuchar una linda canción. ¡Sólo yo fui el valiente!
Alguien que busque sombra –seguramente- se tirará a mis pies, pero no será por mucho tiempo, sólo hasta que pase su sueño y su cansancio. Ese se irá sin decirme una palabra cuando caiga el sol. Nunca recibo un gracias en estos casos. Ya me pasó una vez, por eso se los cuento.
Miro detenidamente a los colectivos, a los coches, y a las bicicletas que pasan por mi lado y veo rostros que aparecen fugazmente como en una película rápida y móvil. Algunos de ellos no reparan en mí. Los que me ven -y me observan- se dan vuelta para fijarme en sus retinas hasta que desaparezco de su vista. Creo que los cautivo y los hago pensar acerca de su propia realidad. ¡Ilusiones mías, tal vez!
Puedo observar diferentes tipos de rostros en los pasajeros de la ruta, algunos son de preocupación: ¿irán por un trámite o un turno médico? Otros van relajados: ¿irán al cine, de paseo o a la playa? Otros se ven muy enamorados ¿irán a una cita clandestina? Yo me detengo en cada expresión, en cada mirada, e inauguro una historia relacionada con ellos. Prontamente publicaré un libro, aunque sin tantos detalles como para no comprometer a ninguno de mis compañeros de ruta.
Esto que les voy a contar ahora mismo es la pura verdad: una vez –en verano- paró un colectivo que llevaba gente distinta de la nuestra. Los visitantes se bajaron raudamente y comentaban algo que no se entendía; su idioma era extraño para mí. El guía, que los llevaba a ver nuestra fauna, me dijo que pidieron bajar para ver el espacio vacío hasta el horizonte, parece que venían de regiones muy pobladas del planeta donde el horizonte y el cielo sólo se ven en fotos o películas. ¡Pobres personas! Viera usted cómo ponían sus manos en forma de techito sobre sus ojos para atajar el sol y se quedaban ahí un rato largo… ¡Qué raro todo! Acá hay espacio de sobra… Yo lo puedo apreciar todos los días de mi existencia.
Me preocupo cuando veo un auto que no respeta las normas de tránsito, conductores que van en zigzag y otras cosas que no me animo a contarles. En cambio me encanta cuando me sorprenden los enamorados de la vida, esos que son prudentes y respetuosos de los demás. ¡A veces disfruto mucho al observar a los humanos!
Algunos tiran papeles por la ventanilla, o cigarrillos prendidos, a veces latas de gaseosas, y algún que otro pañal sucio. Bueno, qué decirles. Ustedes mismos ya lo estarán pensando ahora mientras leen, sin comentarios entonces. Pero también debo decir –a rigor de respetar la verdad-, que me saludan manitas de niños que me registran y me tiran sus besos acaramelados de chupetín. Ahí renuevo esperanzas.
¡Sí, acertaron! ¡Soy un árbol, señoras y señores! Me encuentro –detenido- en la ruta que une Puerto Madryn con Trelew. Vivo, respiro y siento. Los estoy mirando cuando pasan –de ida y de vuelta- porque soy todo ojos… Espero su saludo, su mirada, su compañía y el alimento que quiera brindarme en forma de agua cristalina y fresca ¡Muy agradecido desde ya! Nos estamos viendo.
Por Susana Arcilla / Especial para Jornada
Yo soy El Solito, sobreviví al azote del viento patagónico, me hice fuerte y acá estoy –detenido- observando a los transeúntes que van y vienen sin parar. A veces la noche me da un respiro y puedo dormir u observar las estrellas en el silencio infinito. Ahora ya me siento fuerte como para hablar y contar todo lo que vengo arrullando en mi conciencia ancestral.
Nací de una semilla furtiva que la madre tierra acogió en sus sagrados pliegues, entre matas y piedras. Al principio nadie apostaba por mi supervivencia. Algunos me alimentaban cuando pasaban, unos con agua y otros con cuencos; lo siguen haciendo aún hoy. Otro –un día- me puso un cartel, ese que me dio el nombre. Creo que pensó que así estaría más acompañado, o quizá que así me mirarían más… Puede ser, no me dijo nada cuando lo hizo, clavó el cartel y se fue como si yo no existiera. Yo necesito que me hablen.
Reconozco que los molinos eólicos me quitaron mucho protagonismo en esta ruta pero, ¿usted no va a comparar la vida misma con la tecnología, no es cierto? No digo que no sean bellos y esbeltos –por ahí más que yo-, sino que no tienen espíritu vital, ¿me explico?
Los que hicieron la doble vía me tuvieron piedad. Me podrían haber arrancado de raíz pero no lo hicieron. Yo creo que es porque inspiro respeto. A quién otro se le ocurriría quedarse acá -invierno y verano- sin un ser que se quede a su lado para que le cuente historias de encuentros y desencuentros, o le haga escuchar una linda canción. ¡Sólo yo fui el valiente!
Alguien que busque sombra –seguramente- se tirará a mis pies, pero no será por mucho tiempo, sólo hasta que pase su sueño y su cansancio. Ese se irá sin decirme una palabra cuando caiga el sol. Nunca recibo un gracias en estos casos. Ya me pasó una vez, por eso se los cuento.
Miro detenidamente a los colectivos, a los coches, y a las bicicletas que pasan por mi lado y veo rostros que aparecen fugazmente como en una película rápida y móvil. Algunos de ellos no reparan en mí. Los que me ven -y me observan- se dan vuelta para fijarme en sus retinas hasta que desaparezco de su vista. Creo que los cautivo y los hago pensar acerca de su propia realidad. ¡Ilusiones mías, tal vez!
Puedo observar diferentes tipos de rostros en los pasajeros de la ruta, algunos son de preocupación: ¿irán por un trámite o un turno médico? Otros van relajados: ¿irán al cine, de paseo o a la playa? Otros se ven muy enamorados ¿irán a una cita clandestina? Yo me detengo en cada expresión, en cada mirada, e inauguro una historia relacionada con ellos. Prontamente publicaré un libro, aunque sin tantos detalles como para no comprometer a ninguno de mis compañeros de ruta.
Esto que les voy a contar ahora mismo es la pura verdad: una vez –en verano- paró un colectivo que llevaba gente distinta de la nuestra. Los visitantes se bajaron raudamente y comentaban algo que no se entendía; su idioma era extraño para mí. El guía, que los llevaba a ver nuestra fauna, me dijo que pidieron bajar para ver el espacio vacío hasta el horizonte, parece que venían de regiones muy pobladas del planeta donde el horizonte y el cielo sólo se ven en fotos o películas. ¡Pobres personas! Viera usted cómo ponían sus manos en forma de techito sobre sus ojos para atajar el sol y se quedaban ahí un rato largo… ¡Qué raro todo! Acá hay espacio de sobra… Yo lo puedo apreciar todos los días de mi existencia.
Me preocupo cuando veo un auto que no respeta las normas de tránsito, conductores que van en zigzag y otras cosas que no me animo a contarles. En cambio me encanta cuando me sorprenden los enamorados de la vida, esos que son prudentes y respetuosos de los demás. ¡A veces disfruto mucho al observar a los humanos!
Algunos tiran papeles por la ventanilla, o cigarrillos prendidos, a veces latas de gaseosas, y algún que otro pañal sucio. Bueno, qué decirles. Ustedes mismos ya lo estarán pensando ahora mientras leen, sin comentarios entonces. Pero también debo decir –a rigor de respetar la verdad-, que me saludan manitas de niños que me registran y me tiran sus besos acaramelados de chupetín. Ahí renuevo esperanzas.
¡Sí, acertaron! ¡Soy un árbol, señoras y señores! Me encuentro –detenido- en la ruta que une Puerto Madryn con Trelew. Vivo, respiro y siento. Los estoy mirando cuando pasan –de ida y de vuelta- porque soy todo ojos… Espero su saludo, su mirada, su compañía y el alimento que quiera brindarme en forma de agua cristalina y fresca ¡Muy agradecido desde ya! Nos estamos viendo.