Hombre de pocas pulgas

Historias del crimen, por Daniel Schulman.

25 JUN 2016 - 21:35 | Actualizado

Hombre de pocas pulgas (*)

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

Es conocido el orgullo y recelo que siente el gaucho por los mates que prepara y ceba. El mate del gaucho se toma bajo la estricta observancia de su autor y bajo su reglamento. Lo que dice el autor matero se cumple. Si no se cumple, hay que atenerse a las consecuencias.

Esta historia me la contó un amigo, que se la contó a su vez un amigo suyo de Santa Cruz, un viejo comisario que revistaba en una comisaría del interior de la provincia, en un pueblo perdido en la maraña de yuyos y pedregullo.

Entre toda la montaña de casos y conflictos y líos que asistía a diario, un día se vio envuelto en una cuestión nueva, que nunca había atendido. Se le presenta un gaucho en la comisaría, de esos que entienden sólo a fuerza de cuchilladas y mangazos, enropado en su poncho, con gesto adusto pero dócil, casi como pidiendo disculpas por algo que no hizo y de lo que es responsable.

El fulano tenía manchas de sangre en sus ropas y en un cuchillo de buen filo, el cual hizo entrega al oficial de guardia, todavía envainado. Cosa que no sabía muy bien por qué, pero que igual hizo, porque así lo tenía aprendido, cosas de buen hombre y gaucho. Casi como mostrando que iba en “son de paz”, desarmado, sin riesgo para su interlocutor.

Se trataba de una muerte; de un homicidio que había cometido este gaucho que se presentaba en la oficina. El fulano dijo que le había dado muerte a su compañero.

La Policía constató los hechos, y el difunto estaba recostado sobre un catre del rancho, en un campo cercano, con un certero puntazo en el pecho. Ahí tendido, tenía una expresión beatífica en el rostro, casi dando la impresión de que se encontraba a gusto, tranquilo, embadurnado en su propio escarlata. Por aquellos tiempos, fines de la década del 60, el viejo Código de Procedimientos en materia penal permitía a la Policía interrogar a los presuntos acusados, cosa que hoy no se puede hacer. Entonces este comisario le preguntó por las circunstancias del hecho, desde atrás de una vieja Olivetti, para ubicar cómo había sido la cuestión.

Pero cuando el gaucho comenzó a desarrollar cómo se habían dado los hechos, realmente le costaba expresarlo en palabras, y los dedos del comisario temblaban sobre el teclado de la máquina. “Lo que pasa es que le dije que no me haga cacarear la bombilla”, dijo el gaucho, casi a modo de disculpa y excusa, como si fuera razón suficiente para darle muerte a un compañero. El comisario tipeó tal cual la frase y acto seguido levantó la vista hacia el tranquilo gaucho, y no le quedó otra opción que preguntar, qué quería decir con eso. Como pudo, el gaucho dijo que lo de cacarear la bombilla es a lo que se conoce en la jerga criolla como al ruidito que produce la última chupada del mate en vacío. Un sonido típico entre la gente que acostumbra tomar la tradicional infusión. Es decir, chupar de la bombilla cuando ya no queda mate para chupar.

Ese cacareo es el sonido que jode, que marca la boludez del que matea al insistir sobre algo que ya se terminó, y por terminado, debe ser cedido al que ceba para continuar con el ritual matero. ¿Para qué chupar si no queda nada?, podría preguntarse cualquiera frente a la novedad.

Entonces al parecer al hombre, que era bien de pocas pulgas, ese ruidito le cargoseaba el oído de manera especial, razón por la cual le hizo la advertencia a su compañero de mateada. Primero fue una advertencia. Luego fueron dos. Luego tres. Después de la tercera, ya no había vuelta atrás. Casi que el compañero se lo estaba buscando.

En la última no solo reincidió haciéndole cacarear la bombilla y jodiéndole sobremanera el oído al gaucho, sino que además, antes de entregarle el mate, le revolvió la yerba con el mismo elemento, como quien accionara la palanca de cambios de un auto en furibunda picada.

“¿Y usted qué hubiera hecho, Don, si encima me desordenó todo el mate el desconsiderado cochino?”, preguntó el gaucho al desconcertado amigo de mi amigo, que no daba crédito a lo que oía, antes de salir para constatar los hechos en el lugar.

Fue ese exceso, ese “plus” en su accionar el que precipitó la estocada final y el puntazo en su pecho. Casi como una invitación a la muerte, el gaucho muerto no se quedó contento con sólo chupar ahí donde nada había, sino que tenía que revolver la yerba sin agua, para terminar de cagarle el mate al amigo. Razón más que suficiente para echar mano a la cintura y terminar esta afrenta como era debido. Lo que se dice, un hombre de pocas pulgas.#

(*) Gracias Fernando por la historia y las ideas.

25 JUN 2016 - 21:35

Hombre de pocas pulgas (*)

Por Daniel Schulman / Psicólogo forense

Es conocido el orgullo y recelo que siente el gaucho por los mates que prepara y ceba. El mate del gaucho se toma bajo la estricta observancia de su autor y bajo su reglamento. Lo que dice el autor matero se cumple. Si no se cumple, hay que atenerse a las consecuencias.

Esta historia me la contó un amigo, que se la contó a su vez un amigo suyo de Santa Cruz, un viejo comisario que revistaba en una comisaría del interior de la provincia, en un pueblo perdido en la maraña de yuyos y pedregullo.

Entre toda la montaña de casos y conflictos y líos que asistía a diario, un día se vio envuelto en una cuestión nueva, que nunca había atendido. Se le presenta un gaucho en la comisaría, de esos que entienden sólo a fuerza de cuchilladas y mangazos, enropado en su poncho, con gesto adusto pero dócil, casi como pidiendo disculpas por algo que no hizo y de lo que es responsable.

El fulano tenía manchas de sangre en sus ropas y en un cuchillo de buen filo, el cual hizo entrega al oficial de guardia, todavía envainado. Cosa que no sabía muy bien por qué, pero que igual hizo, porque así lo tenía aprendido, cosas de buen hombre y gaucho. Casi como mostrando que iba en “son de paz”, desarmado, sin riesgo para su interlocutor.

Se trataba de una muerte; de un homicidio que había cometido este gaucho que se presentaba en la oficina. El fulano dijo que le había dado muerte a su compañero.

La Policía constató los hechos, y el difunto estaba recostado sobre un catre del rancho, en un campo cercano, con un certero puntazo en el pecho. Ahí tendido, tenía una expresión beatífica en el rostro, casi dando la impresión de que se encontraba a gusto, tranquilo, embadurnado en su propio escarlata. Por aquellos tiempos, fines de la década del 60, el viejo Código de Procedimientos en materia penal permitía a la Policía interrogar a los presuntos acusados, cosa que hoy no se puede hacer. Entonces este comisario le preguntó por las circunstancias del hecho, desde atrás de una vieja Olivetti, para ubicar cómo había sido la cuestión.

Pero cuando el gaucho comenzó a desarrollar cómo se habían dado los hechos, realmente le costaba expresarlo en palabras, y los dedos del comisario temblaban sobre el teclado de la máquina. “Lo que pasa es que le dije que no me haga cacarear la bombilla”, dijo el gaucho, casi a modo de disculpa y excusa, como si fuera razón suficiente para darle muerte a un compañero. El comisario tipeó tal cual la frase y acto seguido levantó la vista hacia el tranquilo gaucho, y no le quedó otra opción que preguntar, qué quería decir con eso. Como pudo, el gaucho dijo que lo de cacarear la bombilla es a lo que se conoce en la jerga criolla como al ruidito que produce la última chupada del mate en vacío. Un sonido típico entre la gente que acostumbra tomar la tradicional infusión. Es decir, chupar de la bombilla cuando ya no queda mate para chupar.

Ese cacareo es el sonido que jode, que marca la boludez del que matea al insistir sobre algo que ya se terminó, y por terminado, debe ser cedido al que ceba para continuar con el ritual matero. ¿Para qué chupar si no queda nada?, podría preguntarse cualquiera frente a la novedad.

Entonces al parecer al hombre, que era bien de pocas pulgas, ese ruidito le cargoseaba el oído de manera especial, razón por la cual le hizo la advertencia a su compañero de mateada. Primero fue una advertencia. Luego fueron dos. Luego tres. Después de la tercera, ya no había vuelta atrás. Casi que el compañero se lo estaba buscando.

En la última no solo reincidió haciéndole cacarear la bombilla y jodiéndole sobremanera el oído al gaucho, sino que además, antes de entregarle el mate, le revolvió la yerba con el mismo elemento, como quien accionara la palanca de cambios de un auto en furibunda picada.

“¿Y usted qué hubiera hecho, Don, si encima me desordenó todo el mate el desconsiderado cochino?”, preguntó el gaucho al desconcertado amigo de mi amigo, que no daba crédito a lo que oía, antes de salir para constatar los hechos en el lugar.

Fue ese exceso, ese “plus” en su accionar el que precipitó la estocada final y el puntazo en su pecho. Casi como una invitación a la muerte, el gaucho muerto no se quedó contento con sólo chupar ahí donde nada había, sino que tenía que revolver la yerba sin agua, para terminar de cagarle el mate al amigo. Razón más que suficiente para echar mano a la cintura y terminar esta afrenta como era debido. Lo que se dice, un hombre de pocas pulgas.#

(*) Gracias Fernando por la historia y las ideas.