Por Daniel Schulman / Especial para Jornada
La vez pasada estaba colgando un cuadro en la pared y terminé dándome un martillazo en el dedo gordo de la mano izquierda. El clavo, el cuadro, y el martillo quedaron en cualquier lado, menos donde debían estar. Y mi dedo quedó mucho más visible, ya sea por el tamaño que adquirió como así también por el color: creció el triple y se puso violeta. Hasta sentía que tenía el corazón en la yema.
Pasaron unos días y me dispuse a colgar el cuadro, de una vez por todas. Pero no encontraba el martillo. Lo busqué por todos lados y no lo pude ubicar. Así que me fui a lo del vecino del frente a pedirle el suyo. “Sí, flaco. ¿Cómo no te voy a prestar el martillo? Vení, pasá. Sentate, sentate, no seas tímido. Sentate que justo estaba sacando la pava del mate. Pero sentate, che, que no te voy a cagar a martillazos. Sentate y tomemos unos mates”, decía mientras tanteaba el agua dando sorbos interrumpidos a la bombilla.
Me dio el primer mate y salió a buscar la caja de herramientas. “Acá tenés”, dijo cuando volvió. “Usalo y después traelo, y si querés traete unas torta fritas y tomamos otros mates”. El jovato me miró fijo un rato y después movió la cabeza de un lado a otro con fuerza, como tratando de apartar algún pensamiento que lo había invadido pero que no quería manifestar. “No. Dígame. ¿Qué me iba a decir?”, le dije mientras le acercaba el mate a la pava, para que cebara el próximo.
“Vos sabés que este martillo tiene muchos años. Yo fui penitenciario mucho tiempo. Laburé mucho tiempo acá en la Unidad 6 y el tiempo que estuve vi pasar a muchos presos famosos. Y este martillo me lo regaló uno de esos presos, que cuando estuvo ahí detenido, era un flaco jovencito. Te estoy hablando del año 50 y pico. Qué sé yo… No me acuerdo bien, pero sería el 58 o 59… Más o menos. Sí. Finales de los 50 porque yo hacía un par de años que me había pedido el pase. En aquella época, Rawson era más chico que ahora. Te imaginarás. La cárcel quedaba en la loma del culo. Todo estaba lejos de la cárcel, y llegar a laburar todos los días era un laburo de la gran siete. La calle era de tierra y yo andaba a pata o en bicicleta. Pero todos los días, andaba con los timbos lustrados, firme como rulo de estatua ahí en los talleres.
“Y este martillo salió de ahí”, dijo mientras apoyaba las yemas de unos dedos curtidos sobre el mango gastado. “A este martillo lo hizo un preso que estuvo acá en Rawson unos años. No me acuerdo qué macana se había mandado, pero ahí en los talleres tenía buena mano para la carpintería y la herrería. Se daba maña el flaco. Tendría mi edad o por ahí sería un par de años mayor. Yo era bien pibe. Y el fulano este hacía herramientas y arreglaba muchas de las cosas que se rompían. Hasta que un día cumplió toda la pena, y se fue de nuevo para sus pagos. Era de Buenos Aires y me enteré después que cuando salió de acá no anduvo bien. Era más bien medio tarambana. Y cuando salió se mandó las peores cagadas que se podía mandar.
“Un día de marzo se metió en una casa y encontró a una mujer sola. La tipa se habrá llevado un julepe de la gran flauta cuando lo vio a éste. Y el fulano agarró un martillo y le metió unos cuantos golpes en la cara y en la cabeza. No la mató, pero la dejó bastante magullada. Toda llena de sangre e inconciente. Y cuando se recuperó se dio cuenta que le faltaba guita y pilcha. No mucho. Pero le faltaba.
Al poco tiempo le pasó lo mismo a otra mujer: entra un tipo en la casa con un martillo, la caga a martillazos, la deja inconciente, y le afana lo que tenía a mano. Y así se dio con varias mujeres más. En todos los casos era la misma secuencia: mujer sola, martillo, golpes, robo. Se daba parejo en todos los casos.
“Por aquellos días no había internet ni nada de eso. Ni siquiera la tele corría tan rápido como ahora. Pero en el palo de los que laburábamos con el delito, de estas cosas nos enterábamos rápido. No me acuerdo cómo, pero me acuerdo que había un revuelo terrible por este tipo que andaba mandándose todo esto ahí por la zona sur del Gran Buenos Aires. Era terrible. Hoy en día, lamentablemente, prendés la tele en el canal este del fondo rojo y las letras blancas y sale uno nuevo todos los días. Pero en aquella época no era así. Aparecía un degenerado de estos una vez cada 10 años. Los argentinos, en ese sentido, nos convertimos en los últimos años en productores de degenerados. Todos los días un hijo de puta nuevo. Todos los días un nuevo hijo de puta que se manda una nueva gran cagada.
“Entonces pasaron un par de meses y el tipo este se volvió más violento de lo que era. Y ya era violento, así que imaginate. Hubo una línea que cruzó en esos robos que cometía, que en realidad, los cometía más por el hecho de agredir y golpear que por lo que afanaba, que eran chauchas y palitos. Así que a los pocos meses de la primera víctima, se volvió a dar todo tal cual, pero con el agravante de que la víctima no vivió para contarla: la mató. Y así pasó con dos mujeres más. Mató en total a tres mujeres, a todas a martillazos, de la misma manera que cometía los robos. Entraba a la casa siempre sabiendo que se encontraba alguna mujer sola, entraba con el martillo, y la golpeaba. Y a las últimas tres las mató, y, por supuesto, se llevó algo de guita y pilcha.
“Y menos mal que era medio boludo. Porque así lo agarraron. El día en que mata a la tercera víctima, medio borracho, le dijo a uno con el que estaba tomando un vino que ese vino lo había podido pagar con la guita que le afanó a la mujer. Y resultó que ese con el que estaba tomando era un informante de la policía, y al toque lo agarraron. Le encontraron el martillo en el baldío de al lado de la casa.
“Así que este martillo de acá, este que ves acá, lo hizo el fulano ese. Cuando salió en libertad, allá por el 2006, era el preso que más tiempo llevaba preso en nuestro país. Estuvo más de cuarenta años encerrado en Sierra Chica. Los peritos que lo evaluaron dijeron que era un psicópata perverso. Pero para mí era un hijo de puta. Se murió al año siguiente de salir. Cuentan los que saben que él se sentía más cómodo adentro que afuera. Así que andá. Andá y volvé rápido, que desde que enviudé ando solo y no tengo con quien hablar”, dijo con una sonrisa sin dientes.
Lo saludé y cuando andaba a mitad de camino volteé y el vecino seguía en la puerta. Me paré en seco y le grité si no tenía ganas de ayudarme a arreglar un par de cosas.
“Bancá que llevo el termo y la caja de herramientas. Me parece que tengo una tenaza que me regaló Jack el Destripador, o una llave inglesa que una vez usó el Petiso Orejudo para ajustar unas tuercas”.#
Por Daniel Schulman / Especial para Jornada
La vez pasada estaba colgando un cuadro en la pared y terminé dándome un martillazo en el dedo gordo de la mano izquierda. El clavo, el cuadro, y el martillo quedaron en cualquier lado, menos donde debían estar. Y mi dedo quedó mucho más visible, ya sea por el tamaño que adquirió como así también por el color: creció el triple y se puso violeta. Hasta sentía que tenía el corazón en la yema.
Pasaron unos días y me dispuse a colgar el cuadro, de una vez por todas. Pero no encontraba el martillo. Lo busqué por todos lados y no lo pude ubicar. Así que me fui a lo del vecino del frente a pedirle el suyo. “Sí, flaco. ¿Cómo no te voy a prestar el martillo? Vení, pasá. Sentate, sentate, no seas tímido. Sentate que justo estaba sacando la pava del mate. Pero sentate, che, que no te voy a cagar a martillazos. Sentate y tomemos unos mates”, decía mientras tanteaba el agua dando sorbos interrumpidos a la bombilla.
Me dio el primer mate y salió a buscar la caja de herramientas. “Acá tenés”, dijo cuando volvió. “Usalo y después traelo, y si querés traete unas torta fritas y tomamos otros mates”. El jovato me miró fijo un rato y después movió la cabeza de un lado a otro con fuerza, como tratando de apartar algún pensamiento que lo había invadido pero que no quería manifestar. “No. Dígame. ¿Qué me iba a decir?”, le dije mientras le acercaba el mate a la pava, para que cebara el próximo.
“Vos sabés que este martillo tiene muchos años. Yo fui penitenciario mucho tiempo. Laburé mucho tiempo acá en la Unidad 6 y el tiempo que estuve vi pasar a muchos presos famosos. Y este martillo me lo regaló uno de esos presos, que cuando estuvo ahí detenido, era un flaco jovencito. Te estoy hablando del año 50 y pico. Qué sé yo… No me acuerdo bien, pero sería el 58 o 59… Más o menos. Sí. Finales de los 50 porque yo hacía un par de años que me había pedido el pase. En aquella época, Rawson era más chico que ahora. Te imaginarás. La cárcel quedaba en la loma del culo. Todo estaba lejos de la cárcel, y llegar a laburar todos los días era un laburo de la gran siete. La calle era de tierra y yo andaba a pata o en bicicleta. Pero todos los días, andaba con los timbos lustrados, firme como rulo de estatua ahí en los talleres.
“Y este martillo salió de ahí”, dijo mientras apoyaba las yemas de unos dedos curtidos sobre el mango gastado. “A este martillo lo hizo un preso que estuvo acá en Rawson unos años. No me acuerdo qué macana se había mandado, pero ahí en los talleres tenía buena mano para la carpintería y la herrería. Se daba maña el flaco. Tendría mi edad o por ahí sería un par de años mayor. Yo era bien pibe. Y el fulano este hacía herramientas y arreglaba muchas de las cosas que se rompían. Hasta que un día cumplió toda la pena, y se fue de nuevo para sus pagos. Era de Buenos Aires y me enteré después que cuando salió de acá no anduvo bien. Era más bien medio tarambana. Y cuando salió se mandó las peores cagadas que se podía mandar.
“Un día de marzo se metió en una casa y encontró a una mujer sola. La tipa se habrá llevado un julepe de la gran flauta cuando lo vio a éste. Y el fulano agarró un martillo y le metió unos cuantos golpes en la cara y en la cabeza. No la mató, pero la dejó bastante magullada. Toda llena de sangre e inconciente. Y cuando se recuperó se dio cuenta que le faltaba guita y pilcha. No mucho. Pero le faltaba.
Al poco tiempo le pasó lo mismo a otra mujer: entra un tipo en la casa con un martillo, la caga a martillazos, la deja inconciente, y le afana lo que tenía a mano. Y así se dio con varias mujeres más. En todos los casos era la misma secuencia: mujer sola, martillo, golpes, robo. Se daba parejo en todos los casos.
“Por aquellos días no había internet ni nada de eso. Ni siquiera la tele corría tan rápido como ahora. Pero en el palo de los que laburábamos con el delito, de estas cosas nos enterábamos rápido. No me acuerdo cómo, pero me acuerdo que había un revuelo terrible por este tipo que andaba mandándose todo esto ahí por la zona sur del Gran Buenos Aires. Era terrible. Hoy en día, lamentablemente, prendés la tele en el canal este del fondo rojo y las letras blancas y sale uno nuevo todos los días. Pero en aquella época no era así. Aparecía un degenerado de estos una vez cada 10 años. Los argentinos, en ese sentido, nos convertimos en los últimos años en productores de degenerados. Todos los días un hijo de puta nuevo. Todos los días un nuevo hijo de puta que se manda una nueva gran cagada.
“Entonces pasaron un par de meses y el tipo este se volvió más violento de lo que era. Y ya era violento, así que imaginate. Hubo una línea que cruzó en esos robos que cometía, que en realidad, los cometía más por el hecho de agredir y golpear que por lo que afanaba, que eran chauchas y palitos. Así que a los pocos meses de la primera víctima, se volvió a dar todo tal cual, pero con el agravante de que la víctima no vivió para contarla: la mató. Y así pasó con dos mujeres más. Mató en total a tres mujeres, a todas a martillazos, de la misma manera que cometía los robos. Entraba a la casa siempre sabiendo que se encontraba alguna mujer sola, entraba con el martillo, y la golpeaba. Y a las últimas tres las mató, y, por supuesto, se llevó algo de guita y pilcha.
“Y menos mal que era medio boludo. Porque así lo agarraron. El día en que mata a la tercera víctima, medio borracho, le dijo a uno con el que estaba tomando un vino que ese vino lo había podido pagar con la guita que le afanó a la mujer. Y resultó que ese con el que estaba tomando era un informante de la policía, y al toque lo agarraron. Le encontraron el martillo en el baldío de al lado de la casa.
“Así que este martillo de acá, este que ves acá, lo hizo el fulano ese. Cuando salió en libertad, allá por el 2006, era el preso que más tiempo llevaba preso en nuestro país. Estuvo más de cuarenta años encerrado en Sierra Chica. Los peritos que lo evaluaron dijeron que era un psicópata perverso. Pero para mí era un hijo de puta. Se murió al año siguiente de salir. Cuentan los que saben que él se sentía más cómodo adentro que afuera. Así que andá. Andá y volvé rápido, que desde que enviudé ando solo y no tengo con quien hablar”, dijo con una sonrisa sin dientes.
Lo saludé y cuando andaba a mitad de camino volteé y el vecino seguía en la puerta. Me paré en seco y le grité si no tenía ganas de ayudarme a arreglar un par de cosas.
“Bancá que llevo el termo y la caja de herramientas. Me parece que tengo una tenaza que me regaló Jack el Destripador, o una llave inglesa que una vez usó el Petiso Orejudo para ajustar unas tuercas”.#