Historias del crimen / Necochea y sus fantasmas

Por Daniel Schulman, especial para Jornada.

03 JUN 2017 - 21:32 | Actualizado

Por Daniel Schulman  /  Especial para Jornada

La llamada Costa Atlántica que solemos escuchar en los noticieros de la televisión de Buenos Aires es bastante acotada. Generalmente incluye algunos pocos kilómetros de costa de la Provincia de Buenos Aires, encolumnados en Mar del Plata, Pinamar, Mar de Ajó, Necochea, y alguna otra ciudad playera. Da la impresión de que la costa de nuestro país termina ahí.
Pero no es así. Todos acá sabemos que nuestras playas de nuestra hermosa provincia también están sobre el Atlántico, como así también las de nuestras hermanas provincias del norte y del sur.
Igualmente, esta historia no se desarrolla en nuestras costas. Esta historia sucedió en Necochea, ciudad cabeza de partido y que cada tanto arroja alguna noticia resonante que se cuela en los noticieros de la televisión de alcance nacional y de rebote terminamos consumiendo. Y todo comenzó con una separación.
El matrimonio se había constituido muy bien, habían tenido dos hijos, vivían cerca del mar, en una zona privilegiada de esa playa. Guita no faltaba, ni laburo, ni nada material. No había carencias materiales de ningún tipo. Pero a veces, cuando no hay carencias de algún orden, la dinámica vincular se encarga de surcar ese espacio que no se ve pero se siente, y ordenar los elementos para que lo que parece que no falta, falte. Y así pasó con ellos.
La relación se fue a pique y el que decidió irse de la casa fue el marido. La mujer, joven por aquel entonces, quedó sola con sus niños. De nuevo, no habría nada material que faltara, puesto que el padre de los niños seguiría manteniéndolos. Y tampoco faltarían pretendientes para la joven y hermosa mujer que comenzaba a estrenar un nuevo período de soltería. Se conoce al menos dos o tres pretendientes que tuvo en esos momentos, con los que mantenía relaciones disímiles: alguno era un flirteo ocasional, otro era una relación más seria y frecuente.
Así las cosas, dos de esos pretendientes le propusieron convivencia. Y la mujer tenía más devoción por un que por otro, aunque su objeto de devoción le impuso una condición: la convivencia era con ella, no con los niños. Los niños se tendrían que ir a vivir con su padre.
La mujer accedió de buen grado a la propuesta de éste fulano, sin mencionarle nada al otro pretendiente que se quedaría sin el pan y sin la torta, quien es invitado una noche a cenar y pasar un rato a la casa familiar. La velada se dio sin contratiempos aunque al día siguiente aparecieron los dos chiquitos muertos a puñaladas y golpes, regando con su sangre toda la habitación.
Las crónicas cuentan que ese lugar donde fueron encontrados los niños era una sola mancha de sangre. Era de una maldad inusitada lo que habían hecho con esas pobres criaturas.
La policía actuó rápidamente y los testimonios de la mujer permitieron identificar al pretendiente que se quedaría en bolas como el presunto autor de los dos homicidios. El tipo fue aprehendido y metido en una celda mientras la investigación continuaba. La casa de la mujer, mientras tanto, seguía tal cual había sido encontrada porque el juez de instrucción quería preservarla por si aparecía algún indicio más que pudiera vincular al tipo éste con los homicidios de los chiquitos, porque la verdad era que lo único que había para enrostrarle rea el testimonio de la madre. Fuera de eso, no había nada más.
Imagínense que Necochea por aquel entonces era un pueblo muy chico. No les dije el año en que pasó esto pero fue hace mucho. Y como la investigación no avanzaba, a los policías costeros se les ocurrió una idea brillante: disfrazarse de fantasmas, meterse en la celda del detenido, y que del cagazo que le diera al ver los fantasmas de sus víctimas, confesara la autoría.
Nada de eso pasó aunque los fantasmas sí se apersonaron. Los fantasmas truchos, claro.
El jefe de Pesquisas de la policía bonaerense, que tenía su oficina en La Plata decidió un día ir hasta la casa donde habían ocurrido los homicidios y darle una última mirada a la habitación, para ver si había algo que se había pasado por alto. Casi de refilón pudo ver una clarísima huella dactilar impresa en el marco de la puerta de la habitación, pintada con la sangre de los chicos. Hizo sacar ese marco de puerta, conservarlo adecuadamente, y enviarlo a la oficina de otro policía, un policía de escritorio al que nadie le daba mucha bola, para que analizara esa huella dactilar, porque se había acordado que este tipo algo alguna vez había dicho de las huellas dactilares.
 El bicho de escritorio recibió el marco de la puerta y analizó minuciosamente la huella dactilar, hizo un informe, y en el informe había toda una serie de recomendaciones. Estaba convencido de que quien fuera “dueño” de esa huella dactilar era efectivamente el que había matado a los nenes. Para evacuar dudas, primero había que comparar la huella del marco de la puerta con las del detenido, y, oh, sorpresa, no coincidían. No eran iguales.
“¿Quién más estuvo esa noche en la casa?”, preguntó el bicho de escritorio al jefe de Pesquisas. “La madre de los chicos”, contestó el jefe agarrándose la cabeza y dándose cuenta de la cagada que se habían mandado. No pasaron muchas horas hasta que la mujer fue detenida y analizadas sus huellas dactilares, que coincidían con la del marco de la puerta.
Esa fue la primera vez en la historia mundial en que la huella dactilar, o  la dactiloscopía, jugó el rol de prueba científica en un juicio penal. Y la historia, también mundial en este caso, le tenía un lugar guardado al bicho de escritorio, quien se llamaba Juan Vucetich, y sería recordado como el creador del sistema dactiloscópico universal.
Sucedió en Argentina, en 1892.#

03 JUN 2017 - 21:32

Por Daniel Schulman  /  Especial para Jornada

La llamada Costa Atlántica que solemos escuchar en los noticieros de la televisión de Buenos Aires es bastante acotada. Generalmente incluye algunos pocos kilómetros de costa de la Provincia de Buenos Aires, encolumnados en Mar del Plata, Pinamar, Mar de Ajó, Necochea, y alguna otra ciudad playera. Da la impresión de que la costa de nuestro país termina ahí.
Pero no es así. Todos acá sabemos que nuestras playas de nuestra hermosa provincia también están sobre el Atlántico, como así también las de nuestras hermanas provincias del norte y del sur.
Igualmente, esta historia no se desarrolla en nuestras costas. Esta historia sucedió en Necochea, ciudad cabeza de partido y que cada tanto arroja alguna noticia resonante que se cuela en los noticieros de la televisión de alcance nacional y de rebote terminamos consumiendo. Y todo comenzó con una separación.
El matrimonio se había constituido muy bien, habían tenido dos hijos, vivían cerca del mar, en una zona privilegiada de esa playa. Guita no faltaba, ni laburo, ni nada material. No había carencias materiales de ningún tipo. Pero a veces, cuando no hay carencias de algún orden, la dinámica vincular se encarga de surcar ese espacio que no se ve pero se siente, y ordenar los elementos para que lo que parece que no falta, falte. Y así pasó con ellos.
La relación se fue a pique y el que decidió irse de la casa fue el marido. La mujer, joven por aquel entonces, quedó sola con sus niños. De nuevo, no habría nada material que faltara, puesto que el padre de los niños seguiría manteniéndolos. Y tampoco faltarían pretendientes para la joven y hermosa mujer que comenzaba a estrenar un nuevo período de soltería. Se conoce al menos dos o tres pretendientes que tuvo en esos momentos, con los que mantenía relaciones disímiles: alguno era un flirteo ocasional, otro era una relación más seria y frecuente.
Así las cosas, dos de esos pretendientes le propusieron convivencia. Y la mujer tenía más devoción por un que por otro, aunque su objeto de devoción le impuso una condición: la convivencia era con ella, no con los niños. Los niños se tendrían que ir a vivir con su padre.
La mujer accedió de buen grado a la propuesta de éste fulano, sin mencionarle nada al otro pretendiente que se quedaría sin el pan y sin la torta, quien es invitado una noche a cenar y pasar un rato a la casa familiar. La velada se dio sin contratiempos aunque al día siguiente aparecieron los dos chiquitos muertos a puñaladas y golpes, regando con su sangre toda la habitación.
Las crónicas cuentan que ese lugar donde fueron encontrados los niños era una sola mancha de sangre. Era de una maldad inusitada lo que habían hecho con esas pobres criaturas.
La policía actuó rápidamente y los testimonios de la mujer permitieron identificar al pretendiente que se quedaría en bolas como el presunto autor de los dos homicidios. El tipo fue aprehendido y metido en una celda mientras la investigación continuaba. La casa de la mujer, mientras tanto, seguía tal cual había sido encontrada porque el juez de instrucción quería preservarla por si aparecía algún indicio más que pudiera vincular al tipo éste con los homicidios de los chiquitos, porque la verdad era que lo único que había para enrostrarle rea el testimonio de la madre. Fuera de eso, no había nada más.
Imagínense que Necochea por aquel entonces era un pueblo muy chico. No les dije el año en que pasó esto pero fue hace mucho. Y como la investigación no avanzaba, a los policías costeros se les ocurrió una idea brillante: disfrazarse de fantasmas, meterse en la celda del detenido, y que del cagazo que le diera al ver los fantasmas de sus víctimas, confesara la autoría.
Nada de eso pasó aunque los fantasmas sí se apersonaron. Los fantasmas truchos, claro.
El jefe de Pesquisas de la policía bonaerense, que tenía su oficina en La Plata decidió un día ir hasta la casa donde habían ocurrido los homicidios y darle una última mirada a la habitación, para ver si había algo que se había pasado por alto. Casi de refilón pudo ver una clarísima huella dactilar impresa en el marco de la puerta de la habitación, pintada con la sangre de los chicos. Hizo sacar ese marco de puerta, conservarlo adecuadamente, y enviarlo a la oficina de otro policía, un policía de escritorio al que nadie le daba mucha bola, para que analizara esa huella dactilar, porque se había acordado que este tipo algo alguna vez había dicho de las huellas dactilares.
 El bicho de escritorio recibió el marco de la puerta y analizó minuciosamente la huella dactilar, hizo un informe, y en el informe había toda una serie de recomendaciones. Estaba convencido de que quien fuera “dueño” de esa huella dactilar era efectivamente el que había matado a los nenes. Para evacuar dudas, primero había que comparar la huella del marco de la puerta con las del detenido, y, oh, sorpresa, no coincidían. No eran iguales.
“¿Quién más estuvo esa noche en la casa?”, preguntó el bicho de escritorio al jefe de Pesquisas. “La madre de los chicos”, contestó el jefe agarrándose la cabeza y dándose cuenta de la cagada que se habían mandado. No pasaron muchas horas hasta que la mujer fue detenida y analizadas sus huellas dactilares, que coincidían con la del marco de la puerta.
Esa fue la primera vez en la historia mundial en que la huella dactilar, o  la dactiloscopía, jugó el rol de prueba científica en un juicio penal. Y la historia, también mundial en este caso, le tenía un lugar guardado al bicho de escritorio, quien se llamaba Juan Vucetich, y sería recordado como el creador del sistema dactiloscópico universal.
Sucedió en Argentina, en 1892.#