El gran maestro de los músicos cordilleranos

La enorme figura de Abelardo Epuyén González quedó enmarcada en la puerta de entrada del bar “El Zorzal”, en los suburbios de El Bolsón.

31 MAY 2020 - 19:34 | Actualizado

Guitarra en mano, fue saludando a los paisanos acodados en el mostrador y no pasó mucho rato hasta que comenzó a cantar sus propios temas, dueño de vozarrón profundo y melodioso y haciendo sonar el diapasón con sus enormes dedos, que terminaron por darle un estilo muy particular al folklore cordillerano.

“En mi vida peregrina salí del Neuquén /Por la costa de los lagos/llegué hasta la playa del lago Epuyén /Con el grito de las gualas/solía despertar/ y el alba me sorprendía/ contemplando el manso verdor forestal”.

“Pinocho” (tal como se lo conocía popularmente), fue el creador de una estirpe de trovadores patagónicos que trascendió hasta nuestros días. Entre los ‘60 y 70, compuso cien canciones con letra y música de su autoría, con ritmos de loncomeos, cuecas, estilos, zambas, gatos y chacareras. Su trayectoria sólo es comparable a otros pioneros, de la talla de Marcelo Berbel, Hugo Giménez Agüero o Lito Gutiérrez, aunque él fue el primero en marcar la huella y dar a conocer al país los paisajes y costumbres del sur.

“Vámonos perrito blanco/al chancho hay que vencer/debe ser barraco grande, y colmilludo tal vez.../En aquel coihual tupido/el chancho debe dormir y si se ha ido más lejos/ igual lo hemos de seguir.../Sígalo, sígalo...”

González nació el 27 de noviembre de 1929 en la localidad chubutense que aportó su segundo nombre, y dejó de existir a los 49 años en Bariloche, el 11 diciembre de 1978, mientras estaba cumpliendo una condena por homicidio (producto de su afición al alcohol). El día previo convenció a su carcelero para que le consiga un capón: “Lo guisó y convidó a todos. Se dio el gran atracón, pero su corazón no aguantó... Y el alma de aquel guitarrero, surero de ley, volvió a ser libre. Sus canciones sobrevivieron la tragedia; muchos años después, se reinventan a sí mismas y siguen en la tarea de sumarle belleza a la cordillera”, anotó su biógrafo, Christian Valls.

Sus restos descansan en el cementerio del lago Epuyén y la plaza del pueblo lleva su nombre. Un gran cuadro con su figura y la letra de “Zamba de los lagos” preside el despacho del intendente Antonio Reato. Para el común de los vecinos, perdura en el recuerdo porque “siempre fue uno más como nosotros. Sabía alambrar, arriar hacienda, jabalicear, sembrar y sobre todo guapearle a la vida, como lo hace todo hombre de campo por estos pagos”.

“Arroyo de mi pago / de agüita clara / que la lluvia y la greda / la vuelven baya./ Que perduren las nieves / que te alimentan / temo que si te faltan / me olvide ella...”.

Cuentan los viejos pobladores de Epuyén que Abelardo “aprendió a tocar la guitarra a los 14 años y se largó a transitar los caminos de la región”. Al principio, “su repertorio se formó de rancheras y milongas y actuaba en las señaladas, casamientos y fiestas camperas, hasta donde llegaba en su caballo y acompañado de algún otro lugareño que tocaba el acordeón”. Con el tiempo, llegarían los versos propios, la poesía en formato de cueca, zamba y otros ritmos.

Todavía algunos hacen gala de conservar el único disco que grabó en 1965, con cuatro de sus temas más conocidos: “Cazando jabalí”, “Tropeando penas”, “Mi arroyo” y “Zamba de los lagos”. Sin embargo, hay quienes aseguran que también grabó un “larga duración” de 12 temas, pero que “nunca pudo editarse porque la burocracia de SADAIC se convirtió en una barrera infranqueable”.

Tenía exitosas presentaciones populares en festivales por Esquel, Comodoro Rivadavia y Trelew. Tocó en peñas de renombre en Buenos Aires (El Rancho de Fernando Ochoa, El Palo Borracho y El Hormiguero), cuando “el folklore patagónico era casi un secreto”. Se hizo amigo de Jorge Cafrune (trabajó un tiempo en su campo en la provincia de Buenos Aires) y de Horacio Guaraní, quien le abrió las puertas en los principales sellos discográficos.

Otros temas conocidos que aún siguen interpretando sus cultores en cada rincón cordillerano, incluyen “Quimey tripantu”; “El chiverito”; “La gualjainera”; “Respirando tierra” y “Mi zaino negro”, además de “Damajuana de 10”, que refleja la picardía criolla en una anécdota donde una crecida del río Epuyén terminó por llevarse el envase con el vino comprado en un boliche de la zona.

Con todo, el reclamo de las nuevas generaciones de folkloristas apunta a que las autoridades “no dejen perder las tradiciones. Estamos orgullosos de nuestra identidad, con raíces muy profundas sembradas hace más de un siglo por los pioneros. Son cosas que un niño cordillerano bien nacido debiera aprender en la escuela. Los propios municipios debieran sostener talleres donde se enseñe a tocar la guitarra y el acordeón, los maestros difundan el cancionero de Abelardo Epuyén, Poli Rosales, Pedro Santa Cruz. Entonces, tendremos cultura para rato”.

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31 MAY 2020 - 19:34

Guitarra en mano, fue saludando a los paisanos acodados en el mostrador y no pasó mucho rato hasta que comenzó a cantar sus propios temas, dueño de vozarrón profundo y melodioso y haciendo sonar el diapasón con sus enormes dedos, que terminaron por darle un estilo muy particular al folklore cordillerano.

“En mi vida peregrina salí del Neuquén /Por la costa de los lagos/llegué hasta la playa del lago Epuyén /Con el grito de las gualas/solía despertar/ y el alba me sorprendía/ contemplando el manso verdor forestal”.

“Pinocho” (tal como se lo conocía popularmente), fue el creador de una estirpe de trovadores patagónicos que trascendió hasta nuestros días. Entre los ‘60 y 70, compuso cien canciones con letra y música de su autoría, con ritmos de loncomeos, cuecas, estilos, zambas, gatos y chacareras. Su trayectoria sólo es comparable a otros pioneros, de la talla de Marcelo Berbel, Hugo Giménez Agüero o Lito Gutiérrez, aunque él fue el primero en marcar la huella y dar a conocer al país los paisajes y costumbres del sur.

“Vámonos perrito blanco/al chancho hay que vencer/debe ser barraco grande, y colmilludo tal vez.../En aquel coihual tupido/el chancho debe dormir y si se ha ido más lejos/ igual lo hemos de seguir.../Sígalo, sígalo...”

González nació el 27 de noviembre de 1929 en la localidad chubutense que aportó su segundo nombre, y dejó de existir a los 49 años en Bariloche, el 11 diciembre de 1978, mientras estaba cumpliendo una condena por homicidio (producto de su afición al alcohol). El día previo convenció a su carcelero para que le consiga un capón: “Lo guisó y convidó a todos. Se dio el gran atracón, pero su corazón no aguantó... Y el alma de aquel guitarrero, surero de ley, volvió a ser libre. Sus canciones sobrevivieron la tragedia; muchos años después, se reinventan a sí mismas y siguen en la tarea de sumarle belleza a la cordillera”, anotó su biógrafo, Christian Valls.

Sus restos descansan en el cementerio del lago Epuyén y la plaza del pueblo lleva su nombre. Un gran cuadro con su figura y la letra de “Zamba de los lagos” preside el despacho del intendente Antonio Reato. Para el común de los vecinos, perdura en el recuerdo porque “siempre fue uno más como nosotros. Sabía alambrar, arriar hacienda, jabalicear, sembrar y sobre todo guapearle a la vida, como lo hace todo hombre de campo por estos pagos”.

“Arroyo de mi pago / de agüita clara / que la lluvia y la greda / la vuelven baya./ Que perduren las nieves / que te alimentan / temo que si te faltan / me olvide ella...”.

Cuentan los viejos pobladores de Epuyén que Abelardo “aprendió a tocar la guitarra a los 14 años y se largó a transitar los caminos de la región”. Al principio, “su repertorio se formó de rancheras y milongas y actuaba en las señaladas, casamientos y fiestas camperas, hasta donde llegaba en su caballo y acompañado de algún otro lugareño que tocaba el acordeón”. Con el tiempo, llegarían los versos propios, la poesía en formato de cueca, zamba y otros ritmos.

Todavía algunos hacen gala de conservar el único disco que grabó en 1965, con cuatro de sus temas más conocidos: “Cazando jabalí”, “Tropeando penas”, “Mi arroyo” y “Zamba de los lagos”. Sin embargo, hay quienes aseguran que también grabó un “larga duración” de 12 temas, pero que “nunca pudo editarse porque la burocracia de SADAIC se convirtió en una barrera infranqueable”.

Tenía exitosas presentaciones populares en festivales por Esquel, Comodoro Rivadavia y Trelew. Tocó en peñas de renombre en Buenos Aires (El Rancho de Fernando Ochoa, El Palo Borracho y El Hormiguero), cuando “el folklore patagónico era casi un secreto”. Se hizo amigo de Jorge Cafrune (trabajó un tiempo en su campo en la provincia de Buenos Aires) y de Horacio Guaraní, quien le abrió las puertas en los principales sellos discográficos.

Otros temas conocidos que aún siguen interpretando sus cultores en cada rincón cordillerano, incluyen “Quimey tripantu”; “El chiverito”; “La gualjainera”; “Respirando tierra” y “Mi zaino negro”, además de “Damajuana de 10”, que refleja la picardía criolla en una anécdota donde una crecida del río Epuyén terminó por llevarse el envase con el vino comprado en un boliche de la zona.

Con todo, el reclamo de las nuevas generaciones de folkloristas apunta a que las autoridades “no dejen perder las tradiciones. Estamos orgullosos de nuestra identidad, con raíces muy profundas sembradas hace más de un siglo por los pioneros. Son cosas que un niño cordillerano bien nacido debiera aprender en la escuela. Los propios municipios debieran sostener talleres donde se enseñe a tocar la guitarra y el acordeón, los maestros difundan el cancionero de Abelardo Epuyén, Poli Rosales, Pedro Santa Cruz. Entonces, tendremos cultura para rato”.


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