La historia lo señaló como el símbolo absoluto y definitivo de la Masacre de Trelew. Pero el capitán de fragata Luis Emilio Sosa lo tomó con pinzas. En el juicio no habló pero sí se escuchó por primera vez su relato de esa madrugada del 72.
Fue la breve historia de un militar disciplinado pero que se definió conciliador y sin rencores. Sabedor de su importancia histórica aunque despreciándola como si nada supiera. El marino retirado aseguró que todo lo dicho tras esa noche “me afectó muchísimo” pero que “en ningún momento reconocí la culpabilidad”.
Según Sosa, como todos piensan que comandó al grupo de fusiladores “voy a pecar de inmodesto porque no me creen: lo triste es que todo marino, sin excepción, me tiene como un individuo decidido, un héroe. Y yo no quiero ser héroe; fue una cosa que no tuvo nada que ver con eso. Si me dijeran que di la orden, vaya y pase, pero yo no di ninguna orden”.
Al inicio del histórico juicio 4 de los 5 exmarinos acusados se negaron a prestar declaración indagatoria. Por eso se leyeron sus testimonios originales, tomados en 2008 durante la etapa de instrucción de la causa por el juez federal de Rawson, Hugo Sastre. El único imputado que hablaría ante el tribunal fue el excapitán de navío Jorge Bautista. Pero sólo cuando lo consideró “oportuno”.
En el segundo día del proceso, además de Sosa, el capitán de fragata Emilio Del Real; el capitán de navío Rubén Paccagnini y el cabo Carlos Marandino se pusieron de pie y le dijeron al juez Enrique Guanziroli que mantendrían silencio frente a la acusación fiscal. A excepción del cabo sus relatos de 2008 avalaron la versión oficial de la Armada Argentina, que habló de un intento de fuga de los presos políticos y negó ejecuciones. Sólo faltó el testimonio de Del Real, que nunca declaró.
Ante apenas 50 personas en el Cine Teatro “José Hernández” de Rawson, la declaración de Sosa recordó que eran la 1 y miraba TV en su camarote de la Base cuando el teniente Roberto Bravo le avisó que “esta gente se está portando muy mal”, en referencia a los presos. “Interpreté que la situación estaba muy tensa pero creí que no tenían ningún resentimiento por su entrega en el Aeropuerto”.
El relato de Sosa insistió con la versión de que esa madrugada recorrió los calabozos para tranquilizar los ánimos de los militantes presos, que no paraban de quejarse. Que pasó por el medio de la fila, ida y vuelta, rozándoles los hombros en el pasillo estrecho y cara a cara para “darles una perorata” que los calme.
Pero en esa inspección Mariano Pujadas lo golpeó de espaldas y le sacó el arma reglamentaria. “Sentí que me levantaban de atrás con un movimiento imprevisto y caí boca arriba. Él era cinturón negro y quedé totalmente conmocionado”, alegó.
Marandino, Del Real y Bravo –que formó en fila a los presos antes de llamar a Sosa- abrieron fuego para contener el posible desbande y fuga.
“Vi cuatro bocas de disparos muy intensos en apenas tres metros pero no di ninguna orden ni de abrir ni de cerrar el fuego”. Alguien gritó que Sosa estaba herido. Pero no sintió el típico ardor de un balazo. “Luego me informaron que me habían intentado sacar el arma”. El recinto escuchó la lectura en silencio, al igual que el tribunal.
Sosa se definió como “un militar precavido” que esa noche sólo intentó “enfriar los ánimos”. Aseguró que no caminó entre los presos para provocarlos. “Quería estar cerca para convencerlos de que no hicieran nada y cuando llegué ya estaban alineados en el pasillo”. Según le dijo a Sastre, no reflexionó antes de hacer ese paseo arriesgado en un pasillo de apenas un metro de ancho porque “no me pareció imprudente”. Pero sí admitió que el personal de la Armada no está educado para cuidar presos.
El capitán tenía 37 años y llevaba 21 como marino. “Mi prioridad era templar los ánimos y solucionar el problema de los presos”, insistió. “Que no estuviesen en mala situación en ese turno de la guardia”.
El juez le preguntó qué opinaba de Montoneros y otros grupos revolucionarios. “No hago distinciones de ideologías porque eran bastante comprensivos y siempre colaboraron en todo”, respondió.
Admitió que la decisión del presidente Agustín anusse de llevar los presos a la Base no fue la más adecuada, pero no se pudo hacer nada para cambiarla. Le pidió a Paccagnini que “reconsidere la orden de Lanusse de llevar a la Base a los presos que se habían entregado” ya que esos calabozos eran “deficientes”. Pero no hubo alternativa. “Me ocasionó molestias en la conducción del Batallón porque era terrible la cantidad de horas que debí trabajar de más. Indudablemente llevarlos a la Base fue un yerro total. Lo dejé traslucir y no me quedé con eso. Pero también es cierto que nunca entré a un correccional ni tuve un familiar preso ni leí novelas ni libros sobre el tema, porque no es algo que me guste”. El capitán remató que la estadía en esos calabozos le pareció “algo completamente inhumano”.
Sosa no especuló acerca de qué habría sucedido si los detenidos se fugaban. “No lo puedo prever porque aunque las medidas de seguridad estaban bastante bien tomadas, siempre hay huecos”. En noviembre del 72 ya estaba en Puerto Belgrano. “Mi estado anímico era terrible”, graficó.
No contestó preguntas acerca de su huida del país.#
La historia lo señaló como el símbolo absoluto y definitivo de la Masacre de Trelew. Pero el capitán de fragata Luis Emilio Sosa lo tomó con pinzas. En el juicio no habló pero sí se escuchó por primera vez su relato de esa madrugada del 72.
Fue la breve historia de un militar disciplinado pero que se definió conciliador y sin rencores. Sabedor de su importancia histórica aunque despreciándola como si nada supiera. El marino retirado aseguró que todo lo dicho tras esa noche “me afectó muchísimo” pero que “en ningún momento reconocí la culpabilidad”.
Según Sosa, como todos piensan que comandó al grupo de fusiladores “voy a pecar de inmodesto porque no me creen: lo triste es que todo marino, sin excepción, me tiene como un individuo decidido, un héroe. Y yo no quiero ser héroe; fue una cosa que no tuvo nada que ver con eso. Si me dijeran que di la orden, vaya y pase, pero yo no di ninguna orden”.
Al inicio del histórico juicio 4 de los 5 exmarinos acusados se negaron a prestar declaración indagatoria. Por eso se leyeron sus testimonios originales, tomados en 2008 durante la etapa de instrucción de la causa por el juez federal de Rawson, Hugo Sastre. El único imputado que hablaría ante el tribunal fue el excapitán de navío Jorge Bautista. Pero sólo cuando lo consideró “oportuno”.
En el segundo día del proceso, además de Sosa, el capitán de fragata Emilio Del Real; el capitán de navío Rubén Paccagnini y el cabo Carlos Marandino se pusieron de pie y le dijeron al juez Enrique Guanziroli que mantendrían silencio frente a la acusación fiscal. A excepción del cabo sus relatos de 2008 avalaron la versión oficial de la Armada Argentina, que habló de un intento de fuga de los presos políticos y negó ejecuciones. Sólo faltó el testimonio de Del Real, que nunca declaró.
Ante apenas 50 personas en el Cine Teatro “José Hernández” de Rawson, la declaración de Sosa recordó que eran la 1 y miraba TV en su camarote de la Base cuando el teniente Roberto Bravo le avisó que “esta gente se está portando muy mal”, en referencia a los presos. “Interpreté que la situación estaba muy tensa pero creí que no tenían ningún resentimiento por su entrega en el Aeropuerto”.
El relato de Sosa insistió con la versión de que esa madrugada recorrió los calabozos para tranquilizar los ánimos de los militantes presos, que no paraban de quejarse. Que pasó por el medio de la fila, ida y vuelta, rozándoles los hombros en el pasillo estrecho y cara a cara para “darles una perorata” que los calme.
Pero en esa inspección Mariano Pujadas lo golpeó de espaldas y le sacó el arma reglamentaria. “Sentí que me levantaban de atrás con un movimiento imprevisto y caí boca arriba. Él era cinturón negro y quedé totalmente conmocionado”, alegó.
Marandino, Del Real y Bravo –que formó en fila a los presos antes de llamar a Sosa- abrieron fuego para contener el posible desbande y fuga.
“Vi cuatro bocas de disparos muy intensos en apenas tres metros pero no di ninguna orden ni de abrir ni de cerrar el fuego”. Alguien gritó que Sosa estaba herido. Pero no sintió el típico ardor de un balazo. “Luego me informaron que me habían intentado sacar el arma”. El recinto escuchó la lectura en silencio, al igual que el tribunal.
Sosa se definió como “un militar precavido” que esa noche sólo intentó “enfriar los ánimos”. Aseguró que no caminó entre los presos para provocarlos. “Quería estar cerca para convencerlos de que no hicieran nada y cuando llegué ya estaban alineados en el pasillo”. Según le dijo a Sastre, no reflexionó antes de hacer ese paseo arriesgado en un pasillo de apenas un metro de ancho porque “no me pareció imprudente”. Pero sí admitió que el personal de la Armada no está educado para cuidar presos.
El capitán tenía 37 años y llevaba 21 como marino. “Mi prioridad era templar los ánimos y solucionar el problema de los presos”, insistió. “Que no estuviesen en mala situación en ese turno de la guardia”.
El juez le preguntó qué opinaba de Montoneros y otros grupos revolucionarios. “No hago distinciones de ideologías porque eran bastante comprensivos y siempre colaboraron en todo”, respondió.
Admitió que la decisión del presidente Agustín anusse de llevar los presos a la Base no fue la más adecuada, pero no se pudo hacer nada para cambiarla. Le pidió a Paccagnini que “reconsidere la orden de Lanusse de llevar a la Base a los presos que se habían entregado” ya que esos calabozos eran “deficientes”. Pero no hubo alternativa. “Me ocasionó molestias en la conducción del Batallón porque era terrible la cantidad de horas que debí trabajar de más. Indudablemente llevarlos a la Base fue un yerro total. Lo dejé traslucir y no me quedé con eso. Pero también es cierto que nunca entré a un correccional ni tuve un familiar preso ni leí novelas ni libros sobre el tema, porque no es algo que me guste”. El capitán remató que la estadía en esos calabozos le pareció “algo completamente inhumano”.
Sosa no especuló acerca de qué habría sucedido si los detenidos se fugaban. “No lo puedo prever porque aunque las medidas de seguridad estaban bastante bien tomadas, siempre hay huecos”. En noviembre del 72 ya estaba en Puerto Belgrano. “Mi estado anímico era terrible”, graficó.
No contestó preguntas acerca de su huida del país.#