Por Omar Rodríguez /Jefe de la Unidad Anticorrupción
¿Les suena la frase? Esta expresión es usada por mucha gente, que, de algún modo, intenta justificar una actuación no sólo inmoral, sino delictiva de muchos funcionarios públicos que administran los dineros de las comunidades.
Hay que decir que esta suerte de indulto o perdón colectivo no es patrimonio exclusivo de nuestros pagos sino que transciende a otras latitudes. En España, por citar algún ejemplo, sucede lo mismo, y también resuena aquella frase.
¿Por qué sucede esto?
En primer lugar, porque la corrupción presenta particularidades propias que no son compartidas por otros delitos.
En general los hechos delictivos cometidos por funcionarios públicos no son percibidos por la sociedad como algo tan malo. Y esto ocurre porque cuesta trabajo poder no sólo identificar quién es la víctima de este tipo de delincuencia, sino también dimensionar el verdadero daño que se causa. No por nada se habla, en materia de corrupción, de delitos sin víctima.
No ocurre lo mismo cuando tenemos una víctima de carne y hueso. Si un miembro de la sociedad es lesionado en sus bienes de manera individual, en su integridad física, sexual, patrimonial, etcétera, no sólo es percibido por el resto de la sociedad como algo rechazable y condenable, sino que inmediatamente hay una demanda de respuesta rápida para que se castigue al o los autores de ese hecho delictivo.
En este sentido, la experiencia muestra que será rechazado con mucha más vehemencia la conducta de quien golpea a una jubilada a la salida de un Banco para sacarle los magros pesos que acaba de percibir, que un funcionario público haya favorecido a tal o cual empresa en el marco de una contratación pública.
Es decir, cuando se lesionan bienes jurídicos colectivos, como el patrimonio estatal, el prestigio de la administración pública, etcétera, a pesar de que las consecuencias dañosas son exponencialmente mucho más perjudiciales, se percibe menos malo, por tanto más tolerable, que cuando se lesionan bienes jurídicos individuales.
La falta de conciencia social en cuanto a la trascendencia del flagelo corrupción puede conducir a tener una mirada benévola, permisiva, del asunto, que termine por aceptar ciertas prácticas corruptas como algo normal dentro de un Estado. Y si a esto le añadimos una débil o nula respuesta institucional desde el punto de vista de la persecución y juzgamiento de este tipo de hechos, la consecuencia final es la impunidad. Si esto se sostiene en el tiempo la corrupción se vuelve sistémica.
Además de la dificultad en torno a visibilizar a la víctima, desde el punto de vista de su consumación son delitos sin derramamiento de sangre, no se emplea violencia, no son aberrantes, como característica general. Por el contrario, requieren algún grado de sofisticación, entrenamiento, creatividad, ingeniería jurídico-contable, etcétera.
Esto lleva a que los sujetos que cometen este tipo de delitos respondan a perfiles bien determinados. Viene bien citar la obra del sociólogo Edwin Sutherland, que a pesar de tener más de 70 años sigue vigente. El nombrado bautizó con el nombre de “cuello blanco” a ciertos delincuentes con características particulares.
Este tipo de delincuentes muestran rasgos que los diferencia de los delincuentes comunes.
Los describía como inteligentes, audaces, egocéntricos, narcisistas, se muestran para el resto, muchas veces como personas carismáticas, solidarias, favorecidos por su ubicación privilegiada dentro del tejido social, que les da ciertos aires de respetabilidad, incluso son objeto de cierta admiración.
Usualmente, profesionales que atesoran conocimientos en ciertas ramas del saber, como la economía, la contaduría, la abogacía, derecho administrativo, etcétera.
Suelen generar relaciones privilegiadas con personas vinculadas al poder político, económico y también judicial, con lo cual se garantizan cierta cuota de cobertura contra el eventual avance de sectores punitivos.
Dicha construcción social les permite no ser presa fácil al momento de que una hipotética investigación criminal pose sus ojos sobre ellos. Difícilmente transitarán sus días en cárceles comunes. A su vez contarán con los mejores abogados del fuero.
Esta empíricamente demostrado que las consecuencias del accionar de la delincuencia de “cuello blanco”, genera un grado de lesividad muchas veces muy difícil de mensurar, y una de las características fundamentales que presentan es la impunidad.
Y cuando hablamos de impunidad no puedo dejar de mencionar lo narrado por el periodista y escritor, Hugo Alconada Mon, en su libro “La Raíz” cuando citó una entrevista que se le había realizado a Alfredo Yabrán en donde se le había preguntado que era el poder, en donde el emblemático empresario respondió: “El poder es tener impunidad. Ser poderoso es ser impune, un hombre al que no le llega nada”.#
Por Omar Rodríguez /Jefe de la Unidad Anticorrupción
¿Les suena la frase? Esta expresión es usada por mucha gente, que, de algún modo, intenta justificar una actuación no sólo inmoral, sino delictiva de muchos funcionarios públicos que administran los dineros de las comunidades.
Hay que decir que esta suerte de indulto o perdón colectivo no es patrimonio exclusivo de nuestros pagos sino que transciende a otras latitudes. En España, por citar algún ejemplo, sucede lo mismo, y también resuena aquella frase.
¿Por qué sucede esto?
En primer lugar, porque la corrupción presenta particularidades propias que no son compartidas por otros delitos.
En general los hechos delictivos cometidos por funcionarios públicos no son percibidos por la sociedad como algo tan malo. Y esto ocurre porque cuesta trabajo poder no sólo identificar quién es la víctima de este tipo de delincuencia, sino también dimensionar el verdadero daño que se causa. No por nada se habla, en materia de corrupción, de delitos sin víctima.
No ocurre lo mismo cuando tenemos una víctima de carne y hueso. Si un miembro de la sociedad es lesionado en sus bienes de manera individual, en su integridad física, sexual, patrimonial, etcétera, no sólo es percibido por el resto de la sociedad como algo rechazable y condenable, sino que inmediatamente hay una demanda de respuesta rápida para que se castigue al o los autores de ese hecho delictivo.
En este sentido, la experiencia muestra que será rechazado con mucha más vehemencia la conducta de quien golpea a una jubilada a la salida de un Banco para sacarle los magros pesos que acaba de percibir, que un funcionario público haya favorecido a tal o cual empresa en el marco de una contratación pública.
Es decir, cuando se lesionan bienes jurídicos colectivos, como el patrimonio estatal, el prestigio de la administración pública, etcétera, a pesar de que las consecuencias dañosas son exponencialmente mucho más perjudiciales, se percibe menos malo, por tanto más tolerable, que cuando se lesionan bienes jurídicos individuales.
La falta de conciencia social en cuanto a la trascendencia del flagelo corrupción puede conducir a tener una mirada benévola, permisiva, del asunto, que termine por aceptar ciertas prácticas corruptas como algo normal dentro de un Estado. Y si a esto le añadimos una débil o nula respuesta institucional desde el punto de vista de la persecución y juzgamiento de este tipo de hechos, la consecuencia final es la impunidad. Si esto se sostiene en el tiempo la corrupción se vuelve sistémica.
Además de la dificultad en torno a visibilizar a la víctima, desde el punto de vista de su consumación son delitos sin derramamiento de sangre, no se emplea violencia, no son aberrantes, como característica general. Por el contrario, requieren algún grado de sofisticación, entrenamiento, creatividad, ingeniería jurídico-contable, etcétera.
Esto lleva a que los sujetos que cometen este tipo de delitos respondan a perfiles bien determinados. Viene bien citar la obra del sociólogo Edwin Sutherland, que a pesar de tener más de 70 años sigue vigente. El nombrado bautizó con el nombre de “cuello blanco” a ciertos delincuentes con características particulares.
Este tipo de delincuentes muestran rasgos que los diferencia de los delincuentes comunes.
Los describía como inteligentes, audaces, egocéntricos, narcisistas, se muestran para el resto, muchas veces como personas carismáticas, solidarias, favorecidos por su ubicación privilegiada dentro del tejido social, que les da ciertos aires de respetabilidad, incluso son objeto de cierta admiración.
Usualmente, profesionales que atesoran conocimientos en ciertas ramas del saber, como la economía, la contaduría, la abogacía, derecho administrativo, etcétera.
Suelen generar relaciones privilegiadas con personas vinculadas al poder político, económico y también judicial, con lo cual se garantizan cierta cuota de cobertura contra el eventual avance de sectores punitivos.
Dicha construcción social les permite no ser presa fácil al momento de que una hipotética investigación criminal pose sus ojos sobre ellos. Difícilmente transitarán sus días en cárceles comunes. A su vez contarán con los mejores abogados del fuero.
Esta empíricamente demostrado que las consecuencias del accionar de la delincuencia de “cuello blanco”, genera un grado de lesividad muchas veces muy difícil de mensurar, y una de las características fundamentales que presentan es la impunidad.
Y cuando hablamos de impunidad no puedo dejar de mencionar lo narrado por el periodista y escritor, Hugo Alconada Mon, en su libro “La Raíz” cuando citó una entrevista que se le había realizado a Alfredo Yabrán en donde se le había preguntado que era el poder, en donde el emblemático empresario respondió: “El poder es tener impunidad. Ser poderoso es ser impune, un hombre al que no le llega nada”.#