Canción para espantapájaros

Historias Mínimas.

01 NOV 2014 - 22:17 | Actualizado

Por Sergio Pravaz

Uno es músico renacentista especializado en laúd. Integró grupos cuyos instrumentos ya no se fabrican. Su formación académica indica estudios en dirección coral pero bastó que el viento charrúa de Fernando Cabrera y Hugo Fattoruso le diera de lleno en el corazón para que se arroje sin más sobre la música popular y comience desde allí a descubrirse.

El otro es un enamorado y fiel estudioso de la poesía inglesa. Es también un acreditado traductor de la lengua de Blake, Shelley y Auden, y profesor de esa literatura aunque no pudo sustraerse al mismo influjo que golpeó a su socio. A él lo alcanzó esa misma ventolera mágica del Uruguay que le cambió el color a los elementos de su caja de herramientas: Dylan Thomas junto a la mejor delantera de la lírica inglesa comenzaron a hablar, vestirse y moverse como se lo hace en el Río de la Plata.

Cuando se avivaron del guiso que se les estaba cocinando a su alrededor estiraron la mano, apretaron fuerte y se trajeron todo eso para el Chubut, y que aquí se mezcle bien mezcladito a ver qué sale.

Ambos artistas desbarrancaron de lo lindo para horror y desasosiego de la academia, y justamente ellos, sin abandonar el espesor de una profunda formación, bebieron hasta emborracharse de la jarra más modesta en la kermés del barrio San Ramón. Mezclaron esos universos, movieron los brazos, el cuello, entrecerraron los ojos, inclinaron levemente el cuerpo hacia adelante y salieron disparados hasta la luna, y al regresar, cuando lo hicieron, fue para reconocer los bordes, las costuras y el olor de las distancias que tanto trabajan para refundar.

Ellos buscan la belleza y el contexto en la impureza, como pedía Pablo Neruda en “Una poesía sin pureza”: “Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”.

Así proceden Milton Del Real y Nelson Jaime, espantapájaros patagónicos renacidos en la vitalidad contaminada de un nuevo campo de estudios que no excluye nada, todo lo incorporan, lo suman, para regar con agua violeta los tamariscos y resignificar, desde el canto judeo-espanyol de los serfardíes hasta las armonías imposibles de Spinetta, desde la cámara candombera de los lores uruguayos hasta el agua que toman del río cuando juntos van a soñar y buscar, porque basta escucharlos para saber que estos dos son buscadores de una estirpe que asombra.

A todo esto hay que sumar la poesía, compuesta por versos cáusticos pero flexibles, oscuros pero redondos, cuya función es la de construir un relato poderoso para el canto, que equilibre y sostenga. Un cóncavo y convexo perfecto para aumentar las posibilidades de la propuesta.

Es así como siempre están dispuestos a recorrer bajo la lluvia el derrotero del laberinto que han elegido; y ambos saben, como lo supo temprano Leopoldo Marechal, que de todo laberinto se sale por arriba.

Canciones para espantapájaros se llama la propuesta poético musical de estos artistas singulares; tanto lo son que cuando Jaime recita, Del Real ejecuta la guitarra o ambos cantan, se les pone fosforescente el cuerpo, y si uno mira con atención, ya para la mitad del recital andan a diez centímetros del piso, y parece que para ellos levitar fuese cosa ordinaria y de todos los días.

Vaya uno a saber por qué suceden estas cosas pero es tanta la química que brota en escena entre estos dos que si se lo propusieran, podrían chasquear los dedos y hacer que aparezca un holograma de Leloir y Milstein sentaditos juntos escuchando con atención el concierto.

Y ellos, a pesar del prodigio, seguirían haciendo lo suyo con dedicación y responsabilidad, único modo por cierto en que el arte debe ser ejercido.

01 NOV 2014 - 22:17

Por Sergio Pravaz

Uno es músico renacentista especializado en laúd. Integró grupos cuyos instrumentos ya no se fabrican. Su formación académica indica estudios en dirección coral pero bastó que el viento charrúa de Fernando Cabrera y Hugo Fattoruso le diera de lleno en el corazón para que se arroje sin más sobre la música popular y comience desde allí a descubrirse.

El otro es un enamorado y fiel estudioso de la poesía inglesa. Es también un acreditado traductor de la lengua de Blake, Shelley y Auden, y profesor de esa literatura aunque no pudo sustraerse al mismo influjo que golpeó a su socio. A él lo alcanzó esa misma ventolera mágica del Uruguay que le cambió el color a los elementos de su caja de herramientas: Dylan Thomas junto a la mejor delantera de la lírica inglesa comenzaron a hablar, vestirse y moverse como se lo hace en el Río de la Plata.

Cuando se avivaron del guiso que se les estaba cocinando a su alrededor estiraron la mano, apretaron fuerte y se trajeron todo eso para el Chubut, y que aquí se mezcle bien mezcladito a ver qué sale.

Ambos artistas desbarrancaron de lo lindo para horror y desasosiego de la academia, y justamente ellos, sin abandonar el espesor de una profunda formación, bebieron hasta emborracharse de la jarra más modesta en la kermés del barrio San Ramón. Mezclaron esos universos, movieron los brazos, el cuello, entrecerraron los ojos, inclinaron levemente el cuerpo hacia adelante y salieron disparados hasta la luna, y al regresar, cuando lo hicieron, fue para reconocer los bordes, las costuras y el olor de las distancias que tanto trabajan para refundar.

Ellos buscan la belleza y el contexto en la impureza, como pedía Pablo Neruda en “Una poesía sin pureza”: “Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos”.

Así proceden Milton Del Real y Nelson Jaime, espantapájaros patagónicos renacidos en la vitalidad contaminada de un nuevo campo de estudios que no excluye nada, todo lo incorporan, lo suman, para regar con agua violeta los tamariscos y resignificar, desde el canto judeo-espanyol de los serfardíes hasta las armonías imposibles de Spinetta, desde la cámara candombera de los lores uruguayos hasta el agua que toman del río cuando juntos van a soñar y buscar, porque basta escucharlos para saber que estos dos son buscadores de una estirpe que asombra.

A todo esto hay que sumar la poesía, compuesta por versos cáusticos pero flexibles, oscuros pero redondos, cuya función es la de construir un relato poderoso para el canto, que equilibre y sostenga. Un cóncavo y convexo perfecto para aumentar las posibilidades de la propuesta.

Es así como siempre están dispuestos a recorrer bajo la lluvia el derrotero del laberinto que han elegido; y ambos saben, como lo supo temprano Leopoldo Marechal, que de todo laberinto se sale por arriba.

Canciones para espantapájaros se llama la propuesta poético musical de estos artistas singulares; tanto lo son que cuando Jaime recita, Del Real ejecuta la guitarra o ambos cantan, se les pone fosforescente el cuerpo, y si uno mira con atención, ya para la mitad del recital andan a diez centímetros del piso, y parece que para ellos levitar fuese cosa ordinaria y de todos los días.

Vaya uno a saber por qué suceden estas cosas pero es tanta la química que brota en escena entre estos dos que si se lo propusieran, podrían chasquear los dedos y hacer que aparezca un holograma de Leloir y Milstein sentaditos juntos escuchando con atención el concierto.

Y ellos, a pesar del prodigio, seguirían haciendo lo suyo con dedicación y responsabilidad, único modo por cierto en que el arte debe ser ejercido.