Una anécdota para los nietos

Las versiones coinciden en que se lo llevaron por error. Estuvo cinco días detenido en Devoto. “Nunca lo vi resentido”, cuenta su hija.

09 OCT 2022 - 19:22 | Actualizado 09 OCT 2022 - 19:25

Alberto Barceló estaba en el lugar y en el momento equivocado. Días antes del 11 de octubre había aceptado hacerse cargo de un almacén de Puerto Pirámides como un favor de vecino. Pero esa madrugada los uniformados no le creyeron que no tuviera nada que ver con el dueño, y se lo llevaron detenido.

En 1972 vivían en el pueblo unas cincuenta familias. Tenía una escuela pequeña y contaba con luz eléctrica hasta las doce de la noche. No existían los locales partidarios. Alberto, piramidense de nacimiento, tenía 38 años y era peronista de corazón. Le había tocado cumplir el servicio militar como granadero a caballo durante la Revolución Libertadora de septiembre de 1955 en Buenos Aires, y contaba que conoció a Perón cuando el presidente depuesto le llevaba cigarrillos a la guardia.

La semana de la detención el dueño de la despensa le contó a Barceló que debía viajar a Capital Federal para atender a una hija enferma. Alberto, que administraba el campo familiar, no dudó en cuidar el negocio y llevó consigo a la casa prestada a su mujer y a sus dos hijos pequeños, Nancy y Jorge. La mañana del 11 de octubre María Ángela Francinelli creyó que los golpes en la puerta eran los de su hermano que v e n í a a tomar los mates de las siete. Le llamó la atención la insistencia. Se quedó sin palabras cuando se encontró con las armas largas apuntándole a la cara. Quería gritar “hay milicos” pero pudo decir “Alberto levantáte que hay policías”.

A pesar del pedido de Barceló, los militares entraron armados a la habitación donde dormían los chicos. “Me desperté con la pieza llena de ‘policías’, como le llamábamos nosotros”, cuenta Nancy (foto), que en ese momento tenía 8 años. “Le dijeron a mis padres que todo seguía igual y que nos mandaran a la escuela, así que mi mamá nos preparó la leche en el comedor”, recuerda. “Desde la casa escuchábamos que en el negocio tiraban los tarros y los paquetes de las estanterías de chapa con las culatas de las ametralladoras”.

Los uniformados no dejaron nada por mirar: levantaron el techo, golpearon el piso, vaciaron cajones, hojearon libros. Ni siquiera las mochilas escolares se salvaron de la requisa. En la memoria de Nancy su padre permanecía parado contestando las preguntas. “Él contaba que estaba tranquilo porque sabía que no había hecho nada. No tenía nada que esconder. También lo interrogaron sobre el 15 de agosto, el día de la fuga de la Unidad 6 de Rawson: “Fui al campo a buscar los corderos para festejarle el cumpleaños a mi hija”, les contestó.

Para Nancy y Jorge la orden fue “derecho a la escuela, por el medio de la calle, sin mirar atrás”. “Cuando salimos vimos milicos con ametralladoras apostados en todo el pueblo. En la escuela tocó el timbre pero mi hermano y yo nos quedamos en el patio. No queríamos entrar porque no entendíamos qué estaba pasando. Cuando vimos que los camiones empezaban a regresar y el helicóptero despegó, volvimos corriendo y encontramos a mi vieja llorando porque se habían llevado a papá”. La mujer no recuerda si los militares encontraron algo con lo que acusar a Alberto. Nunca le explicaron por qué lo detenían. Se lo llevaron con lo puesto: un jean, una camisa celeste de manga larga y el saco de cuero que usaba para andar a caballo. Barceló permaneció encarcelado entre el 11 y el 16 de octubre.

“Mientras estuvo en Buenos Aires no teníamos idea ni dónde ni cómo estaba. No teníamos contacto con nadie”, expresa Nancy. “Nosotros no entendíamos qué era un preso político, qué era un militante. Hoy quizá los chicos saben más, nosotros no. En eso teníamos una ignorancia total”. La familia comparte la sospecha de que la detención de Alberto fue un error: “Siempre se dijo que la persona que habían ido a buscar era el dueño del negocio en el que nos quedábamos”, explica. Después de los hechos Barceló recordó haber visto dos personas con tapado en un Torino que le preguntaron quién era el propietario del negocio y dónde estaba. “Y cuando a él lo suben al Hércules se encontró con que el Torino estaba ahí, con los tipos.

Yo creo que tenían que llevar a alguien y lo llevaron a él”. Para María Ángela y sus hijos la noticia de la liberación llegó a través de la radio. Esa mañana habían viajado a Puerto Madryn para escucharla: “Los fueron nombrando a medida que bajaban del avión y mi papá fue el último. Cuando mi vieja supo que había llegado nos volvimos a Pirámide a esperarlo”. Alberto regresó en el primer grupo de liberados. Fueron recibidos masivamente en Trelew y hacia la madrugada un tío de su esposa lo trasladó a la villa.

“Lo esperamos levantados. A nosotros sólo nos decía que estaba bien. Y al otro día estaba todo el pueblo en mi casa”. El hombre nunca habló demasiado de la detención con sus hijos. Sí les describió que había estado en una celda muy pequeña, con una cama, una pileta y un inodoro, y que la comida era muy fea. Entre las pocas vivencias de la cárcel contó que, al ingresar al penal de Devoto, le encontraron en el bolsillo una bala de las que usaba en el campo: “Un milico le dijo ‘acá está su sentencia’, y él le contestó ‘si a usted le parece que por andar con una bala me sentencia, máteme’. Entonces le dijeron ‘bueno, la vamos a hacer desaparecer’, y así fue”. Con el regreso de Alberto la vida de la familia retornó a la normalidad. “A mi mamá le dijeron que se fuera de ahí porque estábamos sentados en una bomba de tiempo. Así que cuando lo liberaron papá cerró el negocio y nos volvimos a casa”.

La nefasta experiencia quedó atrás: “Cerramos un ciclo: se lo llevaron y había vuelto bien. Nunca más averiguamos nada; eso se cortó ahí”. Sólo un temor los acompañó durante años: los controles en las rutas, cuando los ocupantes del vehículo iban siendo nombrados y, según una lista caprichosa, eran “positivo” o “negativo”. “Nuestro miedo siempre fue que su nombre hubiese quedado como preso político”. En 1975 la familia se mudó a Trelew y dos años más tarde a Rawson, pero seguía viajando a Pirámide durante los tres meses de verano para atender el quiosco del pueblo. Ya en 1980 Alberto vendió el campo y compró el Bar El Oriente en Gaiman, que administró hasta su fallecimiento. Barceló no alcanzó a ver la democracia: murió el 2 de noviembre de 1982 a los 48 años.

En 2011, por iniciativa de docentes de Puerto Pirámide, una de las calles de la villa lleva su nombre, destacándolo como uno de los pioneros del lugar y recordando que fue un preso político. “Siempre se conmemoró más lo que tiene que ver con la fuga y la Masacre, pero no tanto cuando se los llevaron. Después de la democracia esto se perdió. Pero ellos también estuvieron”, reivindica su hija en torno a lo ocurrido en octubre. Cuatro décadas después de los hechos, Nancy asegura que su padre estaría agradecido con la movilización popular que lo sacó de la cárcel y cree que participó en un acto homenaje al Trelewazo en uno de los primeros aniversarios. “Nunca lo vi resentido. Quizá porque no sufrió maltrato”, arriesga. “Ya a los 38 mi viejo era una persona muy tranquila, y hoy tendría 78 años. Quizá esto hubiese sido una anécdota para los nietos”.#

Enterate de las noticias de POLITICA a través de nuestro newsletter

Anotate para recibir las noticias más importantes de esta sección.

Te podés dar de baja en cualquier momento con un solo clic.
09 OCT 2022 - 19:22

Alberto Barceló estaba en el lugar y en el momento equivocado. Días antes del 11 de octubre había aceptado hacerse cargo de un almacén de Puerto Pirámides como un favor de vecino. Pero esa madrugada los uniformados no le creyeron que no tuviera nada que ver con el dueño, y se lo llevaron detenido.

En 1972 vivían en el pueblo unas cincuenta familias. Tenía una escuela pequeña y contaba con luz eléctrica hasta las doce de la noche. No existían los locales partidarios. Alberto, piramidense de nacimiento, tenía 38 años y era peronista de corazón. Le había tocado cumplir el servicio militar como granadero a caballo durante la Revolución Libertadora de septiembre de 1955 en Buenos Aires, y contaba que conoció a Perón cuando el presidente depuesto le llevaba cigarrillos a la guardia.

La semana de la detención el dueño de la despensa le contó a Barceló que debía viajar a Capital Federal para atender a una hija enferma. Alberto, que administraba el campo familiar, no dudó en cuidar el negocio y llevó consigo a la casa prestada a su mujer y a sus dos hijos pequeños, Nancy y Jorge. La mañana del 11 de octubre María Ángela Francinelli creyó que los golpes en la puerta eran los de su hermano que v e n í a a tomar los mates de las siete. Le llamó la atención la insistencia. Se quedó sin palabras cuando se encontró con las armas largas apuntándole a la cara. Quería gritar “hay milicos” pero pudo decir “Alberto levantáte que hay policías”.

A pesar del pedido de Barceló, los militares entraron armados a la habitación donde dormían los chicos. “Me desperté con la pieza llena de ‘policías’, como le llamábamos nosotros”, cuenta Nancy (foto), que en ese momento tenía 8 años. “Le dijeron a mis padres que todo seguía igual y que nos mandaran a la escuela, así que mi mamá nos preparó la leche en el comedor”, recuerda. “Desde la casa escuchábamos que en el negocio tiraban los tarros y los paquetes de las estanterías de chapa con las culatas de las ametralladoras”.

Los uniformados no dejaron nada por mirar: levantaron el techo, golpearon el piso, vaciaron cajones, hojearon libros. Ni siquiera las mochilas escolares se salvaron de la requisa. En la memoria de Nancy su padre permanecía parado contestando las preguntas. “Él contaba que estaba tranquilo porque sabía que no había hecho nada. No tenía nada que esconder. También lo interrogaron sobre el 15 de agosto, el día de la fuga de la Unidad 6 de Rawson: “Fui al campo a buscar los corderos para festejarle el cumpleaños a mi hija”, les contestó.

Para Nancy y Jorge la orden fue “derecho a la escuela, por el medio de la calle, sin mirar atrás”. “Cuando salimos vimos milicos con ametralladoras apostados en todo el pueblo. En la escuela tocó el timbre pero mi hermano y yo nos quedamos en el patio. No queríamos entrar porque no entendíamos qué estaba pasando. Cuando vimos que los camiones empezaban a regresar y el helicóptero despegó, volvimos corriendo y encontramos a mi vieja llorando porque se habían llevado a papá”. La mujer no recuerda si los militares encontraron algo con lo que acusar a Alberto. Nunca le explicaron por qué lo detenían. Se lo llevaron con lo puesto: un jean, una camisa celeste de manga larga y el saco de cuero que usaba para andar a caballo. Barceló permaneció encarcelado entre el 11 y el 16 de octubre.

“Mientras estuvo en Buenos Aires no teníamos idea ni dónde ni cómo estaba. No teníamos contacto con nadie”, expresa Nancy. “Nosotros no entendíamos qué era un preso político, qué era un militante. Hoy quizá los chicos saben más, nosotros no. En eso teníamos una ignorancia total”. La familia comparte la sospecha de que la detención de Alberto fue un error: “Siempre se dijo que la persona que habían ido a buscar era el dueño del negocio en el que nos quedábamos”, explica. Después de los hechos Barceló recordó haber visto dos personas con tapado en un Torino que le preguntaron quién era el propietario del negocio y dónde estaba. “Y cuando a él lo suben al Hércules se encontró con que el Torino estaba ahí, con los tipos.

Yo creo que tenían que llevar a alguien y lo llevaron a él”. Para María Ángela y sus hijos la noticia de la liberación llegó a través de la radio. Esa mañana habían viajado a Puerto Madryn para escucharla: “Los fueron nombrando a medida que bajaban del avión y mi papá fue el último. Cuando mi vieja supo que había llegado nos volvimos a Pirámide a esperarlo”. Alberto regresó en el primer grupo de liberados. Fueron recibidos masivamente en Trelew y hacia la madrugada un tío de su esposa lo trasladó a la villa.

“Lo esperamos levantados. A nosotros sólo nos decía que estaba bien. Y al otro día estaba todo el pueblo en mi casa”. El hombre nunca habló demasiado de la detención con sus hijos. Sí les describió que había estado en una celda muy pequeña, con una cama, una pileta y un inodoro, y que la comida era muy fea. Entre las pocas vivencias de la cárcel contó que, al ingresar al penal de Devoto, le encontraron en el bolsillo una bala de las que usaba en el campo: “Un milico le dijo ‘acá está su sentencia’, y él le contestó ‘si a usted le parece que por andar con una bala me sentencia, máteme’. Entonces le dijeron ‘bueno, la vamos a hacer desaparecer’, y así fue”. Con el regreso de Alberto la vida de la familia retornó a la normalidad. “A mi mamá le dijeron que se fuera de ahí porque estábamos sentados en una bomba de tiempo. Así que cuando lo liberaron papá cerró el negocio y nos volvimos a casa”.

La nefasta experiencia quedó atrás: “Cerramos un ciclo: se lo llevaron y había vuelto bien. Nunca más averiguamos nada; eso se cortó ahí”. Sólo un temor los acompañó durante años: los controles en las rutas, cuando los ocupantes del vehículo iban siendo nombrados y, según una lista caprichosa, eran “positivo” o “negativo”. “Nuestro miedo siempre fue que su nombre hubiese quedado como preso político”. En 1975 la familia se mudó a Trelew y dos años más tarde a Rawson, pero seguía viajando a Pirámide durante los tres meses de verano para atender el quiosco del pueblo. Ya en 1980 Alberto vendió el campo y compró el Bar El Oriente en Gaiman, que administró hasta su fallecimiento. Barceló no alcanzó a ver la democracia: murió el 2 de noviembre de 1982 a los 48 años.

En 2011, por iniciativa de docentes de Puerto Pirámide, una de las calles de la villa lleva su nombre, destacándolo como uno de los pioneros del lugar y recordando que fue un preso político. “Siempre se conmemoró más lo que tiene que ver con la fuga y la Masacre, pero no tanto cuando se los llevaron. Después de la democracia esto se perdió. Pero ellos también estuvieron”, reivindica su hija en torno a lo ocurrido en octubre. Cuatro décadas después de los hechos, Nancy asegura que su padre estaría agradecido con la movilización popular que lo sacó de la cárcel y cree que participó en un acto homenaje al Trelewazo en uno de los primeros aniversarios. “Nunca lo vi resentido. Quizá porque no sufrió maltrato”, arriesga. “Ya a los 38 mi viejo era una persona muy tranquila, y hoy tendría 78 años. Quizá esto hubiese sido una anécdota para los nietos”.#


NOTICIAS RELACIONADAS