“Yo la viví, pero no soy protagonista porque ya no es nuestra, es una historia del ser humano”, dijo a Télam Gustavo Zerbino, quien a sus 19 años tomó el fatídico vuelo de la Fuerza Aérea Uruguaya fletado por el equipo de rugby amateur al que pertenecía para disputar un amistoso en Santiago de Chile.
Pero a pesar de eso, hoy es habitual que se ofrezcan excursiones de trekking “al avión de los uruguayos” donde se encuentra un memorial que miles visitan cada año.
Se conoce como Tragedia de los Andes o Milagro de los Andes al accidente protagonizado por el avión 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya el 13 de octubre de 1972 en el departamento mendocino de Malargüe, sobre un glaciar rodeado de montañas a 3.600 metros sobre el nivel del mar y cerca de la frontera con Chile.
Conspiró para la tragedia un profuso banco de nubes que impedía ver los cerros y que sólo pudo ser traspuesto cuando fue demasiado tarde para el avión, que inició maniobras desesperadas para recuperar altitud pero que terminó perdiendo la cola y ambas alas antes de que su fuselaje se deslizara a gran velocidad por la pendiente de un glaciar para terminar impactando contra un bloque de hielo.
“Hoy que se están cumpliendo 50 años de un accidente, mi madre acaba de cumplir 100 años mientras que yo hace un mes me convertí por primera vez en abuelo. Eso despertó en mí un sentido de la trascendencia y una gran gratitud porque yo, que tendría que estar muerto puedo ver reunidas a cuatro generaciones”, dijo Zerbino.
La supervivencia fue muy difícil desde el principio porque estaban malheridos, no tenían abrigo, comida suficiente, ni forma de comunicarse con la civilización.
Entre los momentos más difíciles de sobrellevar se cuentan la primera noche transcurrida entre los alaridos de dolor de los heridos que no llegarían vivos al amanecer; la avalancha que tapó completamente el fuselaje 17 días después del accidente matando a ocho personas más; cuando se enteraron por radio que habían dejado de buscarlos 10 días después de la desaparición del avión; y cuando tuvieron que empezar a alimentarse de los cuerpos de los fallecidos, a falta de más opciones.
Zerbino suele contar que murió “dos veces” en la Cordillera y otras tantas volvió en sí.
“Esa fue la primera vez que pensé que había muerto, la segunda fue la avalancha”, agregó.
Con el transcurso de los días, el grupo fue fortaleciéndose en la idea que la única manera de salir de allí era atravesando los cerros en dirección a Chile para pedir ayuda.
Fernando Parrado -que había perdido a su hermana y a su madre en el accidente- y Roberto Canessa fueron los designados para esa travesía que rindió sus frutos cuando a los 10 días de esforzada caminata se encontraron, río de por medio, con un arriero chileno.
“Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. Estamos débiles ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar”, escribió Parrado en el papel adosado a la piedra que le arrojó al vaqueano Sergio Catalán, ante la imposibilidad de comunicarse a los gritos por el ruido del curso de agua que los separaba.
“Durante 30 días fui casa por casa a llevarle a cada madre, a cada novia un reloj, una cadena, una cruz, una cédula, una bufanda, un gorro de ese amigo maravilloso que no pudo volver, porque pensé que para poder hacer el duelo ellos tenían que estar con algo que los represente”, describió Zerbino.
Los restos de 28 de los 29 fallecidos en la tragedia, descansan en el lugar al que los supervivientes pudieron volver recién 30 años después. Desde entonces han vuelto individualmente o en grupo más de una docena de veces.
El enorme atractivo que genera aún esta historia se traduce no sólo en las excursiones de trekking, sino en los 14 libros, la decena de películas y el museo montevideano dedicado a este episodio.
La mayoría de esos libros fueron escritos por los propios sobrevivientes, muchos de los cuales se dedican hoy a dar conferencias motivacionales.
“A veces me preguntó por qué es tan importante y creo que es porque se trata de una historia extraordinaria protagonizada por gente común que pudimos demostrar lo que el ser humano puede, y que por eso es atemporal”, afirmó Páez.
“Yo la viví, pero no soy protagonista porque ya no es nuestra, es una historia del ser humano”, dijo a Télam Gustavo Zerbino, quien a sus 19 años tomó el fatídico vuelo de la Fuerza Aérea Uruguaya fletado por el equipo de rugby amateur al que pertenecía para disputar un amistoso en Santiago de Chile.
Pero a pesar de eso, hoy es habitual que se ofrezcan excursiones de trekking “al avión de los uruguayos” donde se encuentra un memorial que miles visitan cada año.
Se conoce como Tragedia de los Andes o Milagro de los Andes al accidente protagonizado por el avión 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya el 13 de octubre de 1972 en el departamento mendocino de Malargüe, sobre un glaciar rodeado de montañas a 3.600 metros sobre el nivel del mar y cerca de la frontera con Chile.
Conspiró para la tragedia un profuso banco de nubes que impedía ver los cerros y que sólo pudo ser traspuesto cuando fue demasiado tarde para el avión, que inició maniobras desesperadas para recuperar altitud pero que terminó perdiendo la cola y ambas alas antes de que su fuselaje se deslizara a gran velocidad por la pendiente de un glaciar para terminar impactando contra un bloque de hielo.
“Hoy que se están cumpliendo 50 años de un accidente, mi madre acaba de cumplir 100 años mientras que yo hace un mes me convertí por primera vez en abuelo. Eso despertó en mí un sentido de la trascendencia y una gran gratitud porque yo, que tendría que estar muerto puedo ver reunidas a cuatro generaciones”, dijo Zerbino.
La supervivencia fue muy difícil desde el principio porque estaban malheridos, no tenían abrigo, comida suficiente, ni forma de comunicarse con la civilización.
Entre los momentos más difíciles de sobrellevar se cuentan la primera noche transcurrida entre los alaridos de dolor de los heridos que no llegarían vivos al amanecer; la avalancha que tapó completamente el fuselaje 17 días después del accidente matando a ocho personas más; cuando se enteraron por radio que habían dejado de buscarlos 10 días después de la desaparición del avión; y cuando tuvieron que empezar a alimentarse de los cuerpos de los fallecidos, a falta de más opciones.
Zerbino suele contar que murió “dos veces” en la Cordillera y otras tantas volvió en sí.
“Esa fue la primera vez que pensé que había muerto, la segunda fue la avalancha”, agregó.
Con el transcurso de los días, el grupo fue fortaleciéndose en la idea que la única manera de salir de allí era atravesando los cerros en dirección a Chile para pedir ayuda.
Fernando Parrado -que había perdido a su hermana y a su madre en el accidente- y Roberto Canessa fueron los designados para esa travesía que rindió sus frutos cuando a los 10 días de esforzada caminata se encontraron, río de por medio, con un arriero chileno.
“Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace diez días que estamos caminando. En el avión quedan 14 personas heridas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. Estamos débiles ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar”, escribió Parrado en el papel adosado a la piedra que le arrojó al vaqueano Sergio Catalán, ante la imposibilidad de comunicarse a los gritos por el ruido del curso de agua que los separaba.
“Durante 30 días fui casa por casa a llevarle a cada madre, a cada novia un reloj, una cadena, una cruz, una cédula, una bufanda, un gorro de ese amigo maravilloso que no pudo volver, porque pensé que para poder hacer el duelo ellos tenían que estar con algo que los represente”, describió Zerbino.
Los restos de 28 de los 29 fallecidos en la tragedia, descansan en el lugar al que los supervivientes pudieron volver recién 30 años después. Desde entonces han vuelto individualmente o en grupo más de una docena de veces.
El enorme atractivo que genera aún esta historia se traduce no sólo en las excursiones de trekking, sino en los 14 libros, la decena de películas y el museo montevideano dedicado a este episodio.
La mayoría de esos libros fueron escritos por los propios sobrevivientes, muchos de los cuales se dedican hoy a dar conferencias motivacionales.
“A veces me preguntó por qué es tan importante y creo que es porque se trata de una historia extraordinaria protagonizada por gente común que pudimos demostrar lo que el ser humano puede, y que por eso es atemporal”, afirmó Páez.