Disparo frío

Historías Mínimas.

22 DIC 2012 - 22:18 | Actualizado

Por Pedro Méndez

Bajo el sol calcinante de un día de enero, en las calles de tierra de un barrio del norte de Trelew, ocurrieron los hechos de la historia mínima de hoy.

En ese mapa ardiente acariciado por esporádicos lengüetazos de aire caliente, a las dos de la tarde, por las calles de la ciudad solo andaban los trabajadores obligados, los urgentes por algo y los perros vagabundos en busca de agua. A veces, entre las escasas sombras que proveían los techos de las casas de aquel barrio, solían andar algunos chicos jugando a los baldazos de agua o simplemente se sentaban a la sombras a pasar el rato.

Aquella tarde, Lily se había quedado sola en casa ya que sus padres se habían ido a la chacra a pasar la tarde. Miró por la ventana y vio a una pareja en una motito que se estacionaba en la vereda frente a su casa. La chica se quedó en la moto mientras el pibe sacaba algo de la riñonera y se metía en la casa de Many.

Mientras decidía entre dormir un rato o planchar, Lily escuchó algunos ruidos, parecidos a pequeñas explosiones. Cómo habían pasado algunos días de los festejos del año nuevo pensó que eran los chicos de algún vecino gastando los petardos que le habían quedado de las fiestas.

Se le ocurrió abrir la cortina y fue como sintonizar esa clásica escena de “Scarface” (Cara cortada), donde Tony Montana zafa de que lo maten y luego se deshace con fríos disparos de bala, de sus enemigos que lo habían emboscado en un departamento en Miami.

Tras escuchar un estallido más, que ya sumaban seis, Lily vio cómo el pibe de la moto se arrastraba del patio de la casa de Many a la vereda, sangrando en una de sus piernas. “¡Ya está vieja! Que quede así. Ya está. Lo dejamos así!” decía el pibe herido mientras el Many lo seguía apuntándole con su arma. ¡No. Esto no queda así! Vos me viniste a matar hdp.! Ahora yo te voy a matar a vos, la c. de tu madre! Fue entonces que Lily no alcanzó a cerrar los ojos y vio cómo el arma en la mano de Many se acercó a la frente del muchacho de la moto y, tras gatillar, la cabeza del pibe explotó como una piñata.

La mujer del muerto gritaba y lloraba desconsolada. “Qué hiciste, hdp, que hiciste”. La mujer de Many, que venía detrás de él tratando de impedir lo que finalmente ocurrió, ahora estaba desenfrenada y le pedía a su chico. “¡Matala a esta mierda también, así se calla!”. La mamá de Many salió a ver que había pasado y con enorme desconsuelo miró la escena fatal. “Hijo ¿Qué hiciste?”. Many contestó como contestaría todo conocedor de su condición de heredero de la nada. “Mamá, él me vino a buscar y yo me defendí!

Otros miembros de la familia retaban a Many pero él era una muralla de piedra fría y filosa, determinado a soportar lo que sea que haya que escuchar ya que había decidido ser ese que acababa de liquidar a un “vieja” como él, que lo quiso matar.

La mujer del muchacho muerto entre sollozos, intentaba adivinar el número del hospital para llamar una ambulancia.

Media hora después de los sucesos, llego la patrulla policial y dos horas después los peritos e investigadores. El cuerpo del muerto estuvo desde las 14.30 a las 18 hs, tirado en la vereda de la casa de Many, como despidiéndose lentamente de una vida por la que había apostado demasiado fuerte y a todo o nada. Y esa tarde le tocó perder la apuesta y la cabeza.

Los vecinos empezaron a rondar el lugar del crimen, los investigadores encintaron la vereda y cerca del cuerpo expusieron, para las fotografías de rigor de los investigadores, la riñonera y el arma que portaba el muchacho y que aparentemente no había usado. Don Alberto y su vecino se preguntaban en qué trabajaría ese muchacho que tenía en su riñonera dólares norteamericanos y 4.000 pesos. La misma cantidad que ganaban ellos trabajando todo el mes como peones en la construcción.

Don Alberto y su vecino habían escuchado hablar de drogadictos, de vendedores de drogas, pero no estaban al tanto de los “delivery” y sus motitos, de los moto chorros y otras modalidades de la supervivencia marginal.

Esa tarde, ambos entendieron que el mundo en el que ellos crecieron había cambiado. Había cambiado para mal, pero para mucho peor en ese barrio donde vivieron toda su vida. Ya no se trataba de borrachos que se agarraban a trompadas, ahora las cosas se arreglaban a los tiros.

El “Many” y el “Milla”, así llamaban al muerto, se habían encontrado un par de noches antes en un pasaje, cerca de la casa de Many, pero el Villa falló cuando tuvo el penal a favor. Aquella noche quizás porque se había pegado un saque y porque se había chupado unas cervezas, el pulso no le respondió y el Many se salvó de varios tiros por que tuvo suerte de que era una noche cerrada y por que era rápido para correr.

La policía tomó nombres y apellidos de los involucrados en el hecho y al instante supieron que allí no había nada que investigar. Todo estaba a la vista, claro como esa tarde de enero y caliente como la sangre del muerto.

Lily no se pudo moverse durante el transcurso de los hechos de la ventana. No porque fuera una chismosa en extremo sino porque quedó paralizada y shockeada ante semejante secuencia tan real como inesperada y cruel.

Cuando llegó el periodista de policiales más conocido de la ciudad y empezó a visitar a los vecinos quiso saber quién había sido el autor del delito, quién era el culpable, quién era el muerto, pero nadie le dijo mucho. Siendo un hombre o una mujer común y decente, es difícil de entender cómo es que se llega a estas situaciones.

Los hijos de la vida como el Many y el Milla son víctimas por elección y sin redención posible de su propia ignorancia y de la deliberada malicia en la que se entrenan diariamente. Desde su punto de vista ellos son los vivos, los piolas, los capos. Ellos son las hienas que viven al ritmo de la cumbia villera, ríen ruidosamente y se alimentan de la carroña. La ley que los pone en evidencia, no puede hacer nada por ellos. En cualquiera de los casos, los condena a vivir como inocentes condenados a la marginalidad en esas cárceles de puertas abiertas que son los barrios donde la miseria se codea con la suerte y la muerte.

¿Delito?¿Culpable?. No. En ese contexto de esas vidas tóxicas no hay malas ni buenas personas. Sólo hay malas y buenas decisiones.

Pobre “Many” se decía Lily, sacudiendo su cabeza mientras contaba a sus padres lo sucedido. En su cabeza y en su corazón trataba de reencontrar al chico que vio crecer. Pero, tan pronto como lo pensaba, sabía que jamás lo volvería a ver.

El destino de Many estaba echado, como se echaba a morir aquella tarde de enero. A Many la vida le ardía en las venas, la mala transa era su forma de vivir y lo mejor que podía hacer desde esa tarde en más, era ser el que sobreviviría día tras día, en la jungla suburbana donde nunca más, nadie volverá a faltarle el respeto, mientras él tenga un arma en la mano.

22 DIC 2012 - 22:18

Por Pedro Méndez

Bajo el sol calcinante de un día de enero, en las calles de tierra de un barrio del norte de Trelew, ocurrieron los hechos de la historia mínima de hoy.

En ese mapa ardiente acariciado por esporádicos lengüetazos de aire caliente, a las dos de la tarde, por las calles de la ciudad solo andaban los trabajadores obligados, los urgentes por algo y los perros vagabundos en busca de agua. A veces, entre las escasas sombras que proveían los techos de las casas de aquel barrio, solían andar algunos chicos jugando a los baldazos de agua o simplemente se sentaban a la sombras a pasar el rato.

Aquella tarde, Lily se había quedado sola en casa ya que sus padres se habían ido a la chacra a pasar la tarde. Miró por la ventana y vio a una pareja en una motito que se estacionaba en la vereda frente a su casa. La chica se quedó en la moto mientras el pibe sacaba algo de la riñonera y se metía en la casa de Many.

Mientras decidía entre dormir un rato o planchar, Lily escuchó algunos ruidos, parecidos a pequeñas explosiones. Cómo habían pasado algunos días de los festejos del año nuevo pensó que eran los chicos de algún vecino gastando los petardos que le habían quedado de las fiestas.

Se le ocurrió abrir la cortina y fue como sintonizar esa clásica escena de “Scarface” (Cara cortada), donde Tony Montana zafa de que lo maten y luego se deshace con fríos disparos de bala, de sus enemigos que lo habían emboscado en un departamento en Miami.

Tras escuchar un estallido más, que ya sumaban seis, Lily vio cómo el pibe de la moto se arrastraba del patio de la casa de Many a la vereda, sangrando en una de sus piernas. “¡Ya está vieja! Que quede así. Ya está. Lo dejamos así!” decía el pibe herido mientras el Many lo seguía apuntándole con su arma. ¡No. Esto no queda así! Vos me viniste a matar hdp.! Ahora yo te voy a matar a vos, la c. de tu madre! Fue entonces que Lily no alcanzó a cerrar los ojos y vio cómo el arma en la mano de Many se acercó a la frente del muchacho de la moto y, tras gatillar, la cabeza del pibe explotó como una piñata.

La mujer del muerto gritaba y lloraba desconsolada. “Qué hiciste, hdp, que hiciste”. La mujer de Many, que venía detrás de él tratando de impedir lo que finalmente ocurrió, ahora estaba desenfrenada y le pedía a su chico. “¡Matala a esta mierda también, así se calla!”. La mamá de Many salió a ver que había pasado y con enorme desconsuelo miró la escena fatal. “Hijo ¿Qué hiciste?”. Many contestó como contestaría todo conocedor de su condición de heredero de la nada. “Mamá, él me vino a buscar y yo me defendí!

Otros miembros de la familia retaban a Many pero él era una muralla de piedra fría y filosa, determinado a soportar lo que sea que haya que escuchar ya que había decidido ser ese que acababa de liquidar a un “vieja” como él, que lo quiso matar.

La mujer del muchacho muerto entre sollozos, intentaba adivinar el número del hospital para llamar una ambulancia.

Media hora después de los sucesos, llego la patrulla policial y dos horas después los peritos e investigadores. El cuerpo del muerto estuvo desde las 14.30 a las 18 hs, tirado en la vereda de la casa de Many, como despidiéndose lentamente de una vida por la que había apostado demasiado fuerte y a todo o nada. Y esa tarde le tocó perder la apuesta y la cabeza.

Los vecinos empezaron a rondar el lugar del crimen, los investigadores encintaron la vereda y cerca del cuerpo expusieron, para las fotografías de rigor de los investigadores, la riñonera y el arma que portaba el muchacho y que aparentemente no había usado. Don Alberto y su vecino se preguntaban en qué trabajaría ese muchacho que tenía en su riñonera dólares norteamericanos y 4.000 pesos. La misma cantidad que ganaban ellos trabajando todo el mes como peones en la construcción.

Don Alberto y su vecino habían escuchado hablar de drogadictos, de vendedores de drogas, pero no estaban al tanto de los “delivery” y sus motitos, de los moto chorros y otras modalidades de la supervivencia marginal.

Esa tarde, ambos entendieron que el mundo en el que ellos crecieron había cambiado. Había cambiado para mal, pero para mucho peor en ese barrio donde vivieron toda su vida. Ya no se trataba de borrachos que se agarraban a trompadas, ahora las cosas se arreglaban a los tiros.

El “Many” y el “Milla”, así llamaban al muerto, se habían encontrado un par de noches antes en un pasaje, cerca de la casa de Many, pero el Villa falló cuando tuvo el penal a favor. Aquella noche quizás porque se había pegado un saque y porque se había chupado unas cervezas, el pulso no le respondió y el Many se salvó de varios tiros por que tuvo suerte de que era una noche cerrada y por que era rápido para correr.

La policía tomó nombres y apellidos de los involucrados en el hecho y al instante supieron que allí no había nada que investigar. Todo estaba a la vista, claro como esa tarde de enero y caliente como la sangre del muerto.

Lily no se pudo moverse durante el transcurso de los hechos de la ventana. No porque fuera una chismosa en extremo sino porque quedó paralizada y shockeada ante semejante secuencia tan real como inesperada y cruel.

Cuando llegó el periodista de policiales más conocido de la ciudad y empezó a visitar a los vecinos quiso saber quién había sido el autor del delito, quién era el culpable, quién era el muerto, pero nadie le dijo mucho. Siendo un hombre o una mujer común y decente, es difícil de entender cómo es que se llega a estas situaciones.

Los hijos de la vida como el Many y el Milla son víctimas por elección y sin redención posible de su propia ignorancia y de la deliberada malicia en la que se entrenan diariamente. Desde su punto de vista ellos son los vivos, los piolas, los capos. Ellos son las hienas que viven al ritmo de la cumbia villera, ríen ruidosamente y se alimentan de la carroña. La ley que los pone en evidencia, no puede hacer nada por ellos. En cualquiera de los casos, los condena a vivir como inocentes condenados a la marginalidad en esas cárceles de puertas abiertas que son los barrios donde la miseria se codea con la suerte y la muerte.

¿Delito?¿Culpable?. No. En ese contexto de esas vidas tóxicas no hay malas ni buenas personas. Sólo hay malas y buenas decisiones.

Pobre “Many” se decía Lily, sacudiendo su cabeza mientras contaba a sus padres lo sucedido. En su cabeza y en su corazón trataba de reencontrar al chico que vio crecer. Pero, tan pronto como lo pensaba, sabía que jamás lo volvería a ver.

El destino de Many estaba echado, como se echaba a morir aquella tarde de enero. A Many la vida le ardía en las venas, la mala transa era su forma de vivir y lo mejor que podía hacer desde esa tarde en más, era ser el que sobreviviría día tras día, en la jungla suburbana donde nunca más, nadie volverá a faltarle el respeto, mientras él tenga un arma en la mano.