Trigo de museo en el pueblo del molino

Nació en Esquel “porque las mamás buscaban al médico, pero somos de Trevelin, el pueblo que fundaron los galeses en 1918”, afirma Juan Mervyn Evans. Hijo de galeses, Juan es el autor, hacedor y propietario del museo Nant Fach que -en galés- significa “molino del arroyito”, uno de los lugares más pintorescos del Valle Hermoso en la provincia de Chubut.

03 FEB 2018 - 20:45 | Actualizado

Por María Josefina Certti (*)

Está en el kilómetro 56 de la ruta 259 que va de Trevelin a Futaleufú, muy cerca de la frontera con Chile. Lo visitan unas seis mil personas por año. Se inauguró en 1996.
Exhibir objetos restaurados y en funcionamiento es la política del Nacht Fach, que estos días tiene la bandera argentina a media asta en memoria de los 44 tripulantes del submarino ARA San Juan, desaparecido a mediados de noviembre en el Atlántico sur.
Conocido como “el loco de los molinos”, Juan, que ahora vive con sus padres, a las carcajadas dice que es “tan loco que no hay mujer que me aguante”.
Evans le dedicó el museo Thomas Dalar Evans a su bisabuelo, diácono de la iglesia metodista, también músico y productor agroganadero en Trevelin, que en galés quiere decir pueblo del molino. Porque en Trevelin, su bisabuelo llegó a tener 22 molinos harineros.
El trigo chubutense que cultivaron los galeses fue el mejor del mundo, según los premios que obtuvo en las exposiciones internacionales entre fines del siglo XIX y principios del XX. Crecía con abundante amplitud térmica y llegaba de manos de mineros galeses, los primeros europeos establecidos en la Patagonia, que se hicieron campesinos para sobrevivir en aquellas tierras tan desérticas.
Símbolo universal de la cultura campesina, el molino y en este caso los molinos galeses hicieron de la zona una de las más prósperas de la región, a pesar de las inclemencias del tiempo. Pero un decreto de 1949 estableció que el sur del Río Colorado dejaba de ser zona triguera. Muchísimos molinos cerraron y los habitantes emigraron, o se dedicaron a la cría de ganado.
“Los molinos son mi pasión”, dice el loco de los molinos mientras afirma que el suyo “es el museo que más produce y el molino que menos produce”. Trigo integral pampeano que vende a los panaderos de Trevelin.
Juan vivió en la casa que había sido de sus abuelos galeses hasta que, aún niñito, se mudó al campo que sus padres compraron en la montaña. “Cerca de la casa pasaba un zanjón que alimentaba a un molino. La rueda era alta como el niño que yo era. Pero mi padre vendió aquellas dos mil hectáreas en 1978, porque vivir ahí era muy sacrificado”, recuerda Juan.
Aquel molino quedó en los recuerdos de Juan que, apenas pudo, se puso en marcha para saber todo acerca de los molinos. Decidió reconstruir uno siguiendo el modelo de los molinos españoles que llevaron los jesuitas a Chiloé.
“La cuestión de los molinos me quedó metida en la sangre”, afirma. Hasta conoció al hijo del autor del molino de su infancia, el lituano Estanislao Grabaukas, que le vendió las piedras de un molino similar al que había hecho su padre. Con la piedra fundamental Juan hizo el plano de lo que quería construir: “Un molino-museo que mostrara en vivo y en directo la actividad de aquellos molinos galeses y de varias de las máquinas que se usaban entonces”.
Evans fabricó los engranajes, la rueda, más la estructura en madera de ciprés. También tuvo que investigar para contestar las preguntas de los visitantes del museo. “Papá fue mi primer informador. Tiene 89 años, todavía toca el bandoneón y habla el galés fluido. Mamá le sigue el paso, tanto que ayer se bailaron un pasodoble”.
“¡Un molino!, estás chiflado”, le gritó su padre cuando Juan le contó su proyecto. Hoy se ocupa de recibir a los visitantes.
Los galeses, a pesar de los primeros tiempos difíciles, fueron conocidos por establecer relaciones cordiales con los pueblos originarios, redactaron su constitución y emitieron su moneda. En las comunidades el galés era lengua oficial.
Juan también compró a sus vecinos, los hermanos Rowland, una máquina a vapor construida en 1905 en Inglaterra. Había estado medio siglo semienterrada.
“A esta morocha hay que bañarla, le dije a mi amigo mapuche y compañero de trabajo, Juan Cayul, cuando la trajimos a casa”. Todas las máquinas que están en el museo funcionan. La trilladora, por ejemplo, se pone en movimiento para la Fiesta de la Trilla, cada mayo.
“Hasta que tuvimos que apagar los molinos, en Trevelin intercambiábamos con los chilenos harina por madera que luego convertíamos en carros. Como los Herriegel, que hacían unos carros magníficos”, recuerda Juan mientras recorre aquella épica que los galeses inscribieron en la Patagonia.
“Mi pasión -agrega- es recuperar la historia de nuestros antepasados”. En Trevelin queda el 30% de los descendientes de los primeros galeses.
“Restauradas, lustraditas, con los colores originales, las máquinas causan admiración. Como la avioneta que me hice para desparramar semillas donde no hay árboles”. Es la réplica de la Stoch alemana de 1936 que, como puede volar lento y aterrizar con poca pista, por orden de Adolf Hitler se utilizó en 1943 para rescatar en Italia a Benito Mussolini.#

(*) periodista gastronómica

03 FEB 2018 - 20:45

Por María Josefina Certti (*)

Está en el kilómetro 56 de la ruta 259 que va de Trevelin a Futaleufú, muy cerca de la frontera con Chile. Lo visitan unas seis mil personas por año. Se inauguró en 1996.
Exhibir objetos restaurados y en funcionamiento es la política del Nacht Fach, que estos días tiene la bandera argentina a media asta en memoria de los 44 tripulantes del submarino ARA San Juan, desaparecido a mediados de noviembre en el Atlántico sur.
Conocido como “el loco de los molinos”, Juan, que ahora vive con sus padres, a las carcajadas dice que es “tan loco que no hay mujer que me aguante”.
Evans le dedicó el museo Thomas Dalar Evans a su bisabuelo, diácono de la iglesia metodista, también músico y productor agroganadero en Trevelin, que en galés quiere decir pueblo del molino. Porque en Trevelin, su bisabuelo llegó a tener 22 molinos harineros.
El trigo chubutense que cultivaron los galeses fue el mejor del mundo, según los premios que obtuvo en las exposiciones internacionales entre fines del siglo XIX y principios del XX. Crecía con abundante amplitud térmica y llegaba de manos de mineros galeses, los primeros europeos establecidos en la Patagonia, que se hicieron campesinos para sobrevivir en aquellas tierras tan desérticas.
Símbolo universal de la cultura campesina, el molino y en este caso los molinos galeses hicieron de la zona una de las más prósperas de la región, a pesar de las inclemencias del tiempo. Pero un decreto de 1949 estableció que el sur del Río Colorado dejaba de ser zona triguera. Muchísimos molinos cerraron y los habitantes emigraron, o se dedicaron a la cría de ganado.
“Los molinos son mi pasión”, dice el loco de los molinos mientras afirma que el suyo “es el museo que más produce y el molino que menos produce”. Trigo integral pampeano que vende a los panaderos de Trevelin.
Juan vivió en la casa que había sido de sus abuelos galeses hasta que, aún niñito, se mudó al campo que sus padres compraron en la montaña. “Cerca de la casa pasaba un zanjón que alimentaba a un molino. La rueda era alta como el niño que yo era. Pero mi padre vendió aquellas dos mil hectáreas en 1978, porque vivir ahí era muy sacrificado”, recuerda Juan.
Aquel molino quedó en los recuerdos de Juan que, apenas pudo, se puso en marcha para saber todo acerca de los molinos. Decidió reconstruir uno siguiendo el modelo de los molinos españoles que llevaron los jesuitas a Chiloé.
“La cuestión de los molinos me quedó metida en la sangre”, afirma. Hasta conoció al hijo del autor del molino de su infancia, el lituano Estanislao Grabaukas, que le vendió las piedras de un molino similar al que había hecho su padre. Con la piedra fundamental Juan hizo el plano de lo que quería construir: “Un molino-museo que mostrara en vivo y en directo la actividad de aquellos molinos galeses y de varias de las máquinas que se usaban entonces”.
Evans fabricó los engranajes, la rueda, más la estructura en madera de ciprés. También tuvo que investigar para contestar las preguntas de los visitantes del museo. “Papá fue mi primer informador. Tiene 89 años, todavía toca el bandoneón y habla el galés fluido. Mamá le sigue el paso, tanto que ayer se bailaron un pasodoble”.
“¡Un molino!, estás chiflado”, le gritó su padre cuando Juan le contó su proyecto. Hoy se ocupa de recibir a los visitantes.
Los galeses, a pesar de los primeros tiempos difíciles, fueron conocidos por establecer relaciones cordiales con los pueblos originarios, redactaron su constitución y emitieron su moneda. En las comunidades el galés era lengua oficial.
Juan también compró a sus vecinos, los hermanos Rowland, una máquina a vapor construida en 1905 en Inglaterra. Había estado medio siglo semienterrada.
“A esta morocha hay que bañarla, le dije a mi amigo mapuche y compañero de trabajo, Juan Cayul, cuando la trajimos a casa”. Todas las máquinas que están en el museo funcionan. La trilladora, por ejemplo, se pone en movimiento para la Fiesta de la Trilla, cada mayo.
“Hasta que tuvimos que apagar los molinos, en Trevelin intercambiábamos con los chilenos harina por madera que luego convertíamos en carros. Como los Herriegel, que hacían unos carros magníficos”, recuerda Juan mientras recorre aquella épica que los galeses inscribieron en la Patagonia.
“Mi pasión -agrega- es recuperar la historia de nuestros antepasados”. En Trevelin queda el 30% de los descendientes de los primeros galeses.
“Restauradas, lustraditas, con los colores originales, las máquinas causan admiración. Como la avioneta que me hice para desparramar semillas donde no hay árboles”. Es la réplica de la Stoch alemana de 1936 que, como puede volar lento y aterrizar con poca pista, por orden de Adolf Hitler se utilizó en 1943 para rescatar en Italia a Benito Mussolini.#

(*) periodista gastronómica


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