Federico, ese cura que era un territorio entero de humanidad

Fue un sacerdote cercano a la Teología de la Liberación que dejó una huella imborrable a generaciones de alumnos del Colegio Don Bosco de Rawson. Cofundador del denominado “Grupo 2000”, de originar clases de apoyo a residentes de barrios carenciados, ideólogo del gimnasio salesiano e inventor del bingo masivo, fue, a su vez, factotum medular de Lago Rosario. La capital provincial tiene una calle con su nombre.

Federico Ruiz junto a exalumnos y colaboradores, en una de sus últimas visitas a Rawson.
20 SEP 2025 - 11:00 | Actualizado 20 SEP 2025 - 16:50

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

Era un sacerdote tercermundista de corazón inquieto, de esos que entienden que el Evangelio se camina con las zapatillas gastadas. No pedía delaciones ni engaños; enseñaba que la verdad se defiende con dignidad y que la solidaridad no es un discurso, sino una forma de vivir. Nos mostró que la fe podía ser rebeldía y que la complicidad, cuando se trata de cuidar al otro, es también un acto de amor.

Con sus chalecos tejidos a punto nieve, era un hombre que entendió que el Evangelio no se predica únicamente desde un púlpito, sino que se vive, se huele y se respira en cada gesto cotidiano. En el Colegio Don Bosco, Federico fue mucho más que “el cura”. Fue hermano mayor, guía de caminos inciertos, compañero de charlas interminables. Traía en los ojos la certeza de que la fe es, antes que nada, compromiso con los otros, y en su sonrisa, la invitación a creer que la vida se puede cambiar desde el amor.

Caminaba con la teología de la liberación como quien lleva un mapa secreto. No para imponer, sino para abrir puertas. Su palabra no buscaba asustar, sino despertar. No levantaba el dedo para juzgar, sino las manos para abrazar. Enseñaba que la verdad no se negocia y que la mayor traición es quedarse indiferente ante la injusticia. Su pastoral no se medía en misas solemnes ni discursos acartonados, sino en mates compartidos, en charlas bajo el sol patagónico, en esa manera única de escuchar sin apuro y de responder con la profundidad de quien se sabe parte de algo más grande.

Durante más de una década, Federico fue faro y brújula para generaciones de alumnos. A su alrededor, los pasillos del colegio parecían latir distinto. Era capaz de convertir una tarde gris en un espacio de reflexión luminosa, de transformar una duda adolescente en una oportunidad para creer en uno mismo. Hablaba de Dios como se habla de un amigo que camina a nuestro lado, de esos que se quedan aun cuando todos se van. No necesitaba de sotanas impecables para ser creíble; le alcanzaba con la coherencia entre lo que decía y lo que hacía. Su fe era acción. Su palabra, puente. Su mirada, refugio.

Cuando su misión lo llevó a otros destinos, supimos que su presencia no se medía en kilómetros. Federico no se despedía; se multiplicaba. Su huella quedó en las aulas, en los patios, en cada anécdota que aún se cuenta en voz baja, como un secreto compartido. Se fue demasiado pronto, como esas estrellas fugaces que dejan un destello que parece eterno. Pero en su partida también nos dejó un mandato silencioso: no conformarse, no callar ante la injusticia, no dejar que la esperanza se apague.

Como firmes referentes a Helder Cámara y Jaime de Nevares, Federico nos enseñó que la fe verdadera no es una quietud, sino una caminata constante. Que la empatía puede desarmar muros. Que la solidaridad es una llama que, cuando se enciende en un corazón, prende en todos los que están cerca. Su legado es un espejo en el que aún hoy podemos mirarnos para encontrar valentía. Porque este español -gran jugador de metegol a pesar de su miopía-, con su vida, nos recordó que incluso en la fría inmensidad patagónica, basta una chispa para encender el foco ígneo que cambia el mundo.

Y sembró que una teología de la liberación no se aprendía en los libros, sino en los pasillos, en los recreos, en cada conversación que olía a compromiso y a esperanza. Con ese hombre nuevo que soñaba. Y a pesar de aquellos esbirros de épocas oscuras de la historia contemporánea argentina que lo resistían, calumniaban y perseguían.

Federico nos dejó su herencia. La certeza de que la fe es acción, de que la empatía transforma, de que la esperanza se multiplica cuando se comparte. Su voz sigue resonando, como un eco suave que nos invita a mirar el mundo con ojos de justicia, a tender la mano antes que señalar con el dedo, a creer que, incluso en los rincones más fríos, siempre hay un fuego dispuesto a encenderse.

Se dice que alguien muere cuando nadie más lo nombra. No será el caso de Federico Ruiz, ese sacerdote que era un territorio entero de humanidad.

Federico Ruiz junto a exalumnos y colaboradores, en una de sus últimas visitas a Rawson.
20 SEP 2025 - 11:00

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

Era un sacerdote tercermundista de corazón inquieto, de esos que entienden que el Evangelio se camina con las zapatillas gastadas. No pedía delaciones ni engaños; enseñaba que la verdad se defiende con dignidad y que la solidaridad no es un discurso, sino una forma de vivir. Nos mostró que la fe podía ser rebeldía y que la complicidad, cuando se trata de cuidar al otro, es también un acto de amor.

Con sus chalecos tejidos a punto nieve, era un hombre que entendió que el Evangelio no se predica únicamente desde un púlpito, sino que se vive, se huele y se respira en cada gesto cotidiano. En el Colegio Don Bosco, Federico fue mucho más que “el cura”. Fue hermano mayor, guía de caminos inciertos, compañero de charlas interminables. Traía en los ojos la certeza de que la fe es, antes que nada, compromiso con los otros, y en su sonrisa, la invitación a creer que la vida se puede cambiar desde el amor.

Caminaba con la teología de la liberación como quien lleva un mapa secreto. No para imponer, sino para abrir puertas. Su palabra no buscaba asustar, sino despertar. No levantaba el dedo para juzgar, sino las manos para abrazar. Enseñaba que la verdad no se negocia y que la mayor traición es quedarse indiferente ante la injusticia. Su pastoral no se medía en misas solemnes ni discursos acartonados, sino en mates compartidos, en charlas bajo el sol patagónico, en esa manera única de escuchar sin apuro y de responder con la profundidad de quien se sabe parte de algo más grande.

Durante más de una década, Federico fue faro y brújula para generaciones de alumnos. A su alrededor, los pasillos del colegio parecían latir distinto. Era capaz de convertir una tarde gris en un espacio de reflexión luminosa, de transformar una duda adolescente en una oportunidad para creer en uno mismo. Hablaba de Dios como se habla de un amigo que camina a nuestro lado, de esos que se quedan aun cuando todos se van. No necesitaba de sotanas impecables para ser creíble; le alcanzaba con la coherencia entre lo que decía y lo que hacía. Su fe era acción. Su palabra, puente. Su mirada, refugio.

Cuando su misión lo llevó a otros destinos, supimos que su presencia no se medía en kilómetros. Federico no se despedía; se multiplicaba. Su huella quedó en las aulas, en los patios, en cada anécdota que aún se cuenta en voz baja, como un secreto compartido. Se fue demasiado pronto, como esas estrellas fugaces que dejan un destello que parece eterno. Pero en su partida también nos dejó un mandato silencioso: no conformarse, no callar ante la injusticia, no dejar que la esperanza se apague.

Como firmes referentes a Helder Cámara y Jaime de Nevares, Federico nos enseñó que la fe verdadera no es una quietud, sino una caminata constante. Que la empatía puede desarmar muros. Que la solidaridad es una llama que, cuando se enciende en un corazón, prende en todos los que están cerca. Su legado es un espejo en el que aún hoy podemos mirarnos para encontrar valentía. Porque este español -gran jugador de metegol a pesar de su miopía-, con su vida, nos recordó que incluso en la fría inmensidad patagónica, basta una chispa para encender el foco ígneo que cambia el mundo.

Y sembró que una teología de la liberación no se aprendía en los libros, sino en los pasillos, en los recreos, en cada conversación que olía a compromiso y a esperanza. Con ese hombre nuevo que soñaba. Y a pesar de aquellos esbirros de épocas oscuras de la historia contemporánea argentina que lo resistían, calumniaban y perseguían.

Federico nos dejó su herencia. La certeza de que la fe es acción, de que la empatía transforma, de que la esperanza se multiplica cuando se comparte. Su voz sigue resonando, como un eco suave que nos invita a mirar el mundo con ojos de justicia, a tender la mano antes que señalar con el dedo, a creer que, incluso en los rincones más fríos, siempre hay un fuego dispuesto a encenderse.

Se dice que alguien muere cuando nadie más lo nombra. No será el caso de Federico Ruiz, ese sacerdote que era un territorio entero de humanidad.