Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Madryn es de primera.
Sí, es de primera.
Y no porque lo haya decretado un papel, sino porque lo dictó la tierra misma, esa que guarda memoria en sus grietas y habla con la voz del viento.
Primero fue un murmullo. Un sonido frágil, casi clandestino, que caminó agazapado entre las tribunas como un animal nocturno, tanteando el terreno, oliendo la esperanza. Era una chispa diminuta, suspendida en el paladar de un silencio que parecía interminable. Pero los silencios verdaderos son como las mareas: no desaparecen, se transforman. Aquel silencio, de golpe, se abrió como un cielo atravesado por un rayo. El murmullo se hizo rumor, el rumor se hizo latido, y el latido se partió en un grito que no sólo quebró la tarde: la reescribió desde cero. Hay gritos que no son sonido, sino relato.
Este domingo lo dejó desnudo y claro. Ese mirar fijo, desafiante, de un club patagónico activó todos los mecanismos del poder, como si un simple gesto hubiese profanado territorios prohibidos. Aun después de la derrota global ante el Estudiantes cordobés, las plumas baratas salieron a escena con su habitual veneno.
“Piedrazos, violencia y bronca incontenible: Deportivo Madryn cerró una temporada para el olvido”.
“El 1-1 derivó en incidentes… tras una campaña marcada por sospechas de favoritismos”.
¿Una temporada para el olvido? ¿En serio?
¿Pelear un ascenso es para el olvido?
¿En qué mapa viven?
Son los mismos exégetas de cartón, los payasos de moral prestada, habitantes de un mundo donde la virtud se declama pero no se practica. Cruzan la vida a escondidas, temerosos de que alguien les reproche la osadía de existir sin propósito, contrabandistas de urgencias ajenas que se van secando de a poco. Su universo es un desierto ético: todos contra todos, gozando de la desgracia del otro, celebrando sus éxitos sólo cuando el protagonista es uno de los suyos. Con un sistema de excusas tan frágil como eficaz, sus entusiasmos son propios; sus culpas, siempre ajenas. Sus responsabilidades, siempre de otro.
Son los mismos que -en su ignorancia supina- creen que los barcos se juntan para detener el viento o que se calefaccionan las veredas. Los que confunden valor con precio.
La campaña de Madryn, en cambio, fue un trueno. Un trueno que reventó gargantas dormidas, que las sacudió con una electricidad antigua, que las obligó a rugir todas juntas como si la Patagonia entera respirara al unísono. Fue un bocado al universo: un pueblo entero abriendo la boca como queriendo tragarse el destino y acomodarlo a su antojo. Fue un latigazo de luz, un fogonazo que iluminó arrugas, cicatrices, lágrimas, memorias. Las de los que esperaron, los que creyeron, los que tragaron polvo, viento y promesas rotas, pero jamás renunciaron a la esperanza.

Más que una campaña, fue una ceremonia.
Una clausura y un nacimiento.
Una tumba para viejos fantasmas y una cuna para nuevos gigantes.
Pala y martillo.
Luz y sombra.
Grito que no suplicó. Decretó.
Porque Deportivo Madryn no ascendió: reclamó lo que era suyo. No subió: conquistó. Lo hizo con los pies de sus jugadores, sí, pero sobre todo con la sangre de su historia, esa que se escribió entre tormentas heladas, viajes interminables y tardes de viento que te lastiman la piel pero te fortalecen el alma. Lo hizo con las manos callosas de su pueblo, con los pulmones de generaciones enteras, con el susurro de los que ya no están y sin embargo siguen soplando desde alguna nube rota sobre el golfo.
Hoy, el viento trae un eco distinto.
Un eco sin permiso.
Un eco que vibra con la voz de miles: Madryn no fue derrotado. Porque los que nacen entre la piedra y el oleaje no entienden esa palabra.
Madryn fue un domingo con sol, sí, pero sobre todo fue un domingo geográfico.
Un domingo donde la luz se filtró entre las salinas como si buscara tocar la historia con la yema de los dedos.
Un domingo con olor a mar bravo y a polvo de meseta.
Una frontera entre lo posible y lo increíble.
Era el Tongui Melín apareciendo en cada eco.
Eran los Casado —porque en cada página dorada hay un Casado escondido en la foto—.
Eran Abel y Renzo, los hijos de un potrero que nunca existió en los mapas, pero sí en la memoria.
Eran los Peinipil, brotando como raíces indestructibles en la estepa.
Los Paollela, guardianes de jugadas eternas.
Luján, el Poldo, Ubaldo.
Rufino Echaide, el ñandú indomable que dejó 243 huellas imposibles de borrar.
El petiso Antín desbordando por la derecha como si empujara con su corrida toda la meseta detrás de él.
Era también el ayer encontrándose con el hoy.
Abrazándose sin pedir permiso.
Como aquel tiro libre del Mara Sayhueque que quebró 18 años de sequía y abrió un océano de certezas.
Como los goles de Carolo.
Como el del Caio, esquivando rivales como quien esquiva jarillas en la estepa: sin detenerse, sin disculparse, sin mirar atrás.
Ahí estaban Cirilo, Alfredo, Coco y toda una generación que entiende que Madryn no es un club: es una casa donde la mesa siempre está servida. Una casa donde el visitante se transforma en familia y el local en patria. Porque Madryn no es institución: es geografía sentimental.
Ahí estuvieron también Ricardo y Gustavo, criados en Loma Blanca, donde los tapones golpeaban la cerámica del vestuario como tambores de guerra. Y al fondo, el Palacio Pujol vigilaba todo, como una postal, recordando que el club siempre creció entre el mar y la historia, entre la arena y la leyenda.

Y entonces aparecieron ellos: los incomparables, los innegociables, los que no hablan: sienten.
Los de reacciones volcánicas, los viscerales, los leales sin cálculo.
Los que heredan el viento, la paciencia del invierno, la fiereza de la estepa.
Los que saben que nacer en el sur es una identidad, no una ubicación.
Porque Deportivo Madryn nació de una cuna proletaria: de ferroviarios, portuarios, pescadores; de hombres y mujeres que se rompieron las manos trabajando mientras soñaban con un domingo como este. Su sangre es un mar espeso, morado, profundo, que late con cada marea.
Madryn es de primera aunque duela.
Aunque moleste.
Aunque en los centros del país no lo puedan asimilar.
Aunque miren a la Patagonia como territorio de recursos, no de personas, y ahora no sepan qué hacer cuando ese sur habla, grita y se sienta a la mesa grande sin pedir permiso.
Madryn es de primera pese a las sospechas inventadas, pese a los ataques mezquinos, pese al miedo que genera un equipo del sur cuando escribe historia sin pedir disculpas.
Porque la Patagonia nunca pidió permiso: aprendió a caminar contra el viento.
Hoy, después de rutas infinitas, barrancas, temporales y silencios, la Patagonia sabe que es de primera.
No porque lo diga un acta.
Ni un ascenso.
Ni un resultado.
Sino porque lo dijo la tierra.
Porque lo dijo su pueblo.
Porque lo dijo su historia.
Hoy lo grita Madryn y lo escucha el país entero.
Porque hoy más que nunca: Madryn es sur. Madryn es pueblo. Madryn es identidad. Por eso, Madryn es de primera.

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada
Madryn es de primera.
Sí, es de primera.
Y no porque lo haya decretado un papel, sino porque lo dictó la tierra misma, esa que guarda memoria en sus grietas y habla con la voz del viento.
Primero fue un murmullo. Un sonido frágil, casi clandestino, que caminó agazapado entre las tribunas como un animal nocturno, tanteando el terreno, oliendo la esperanza. Era una chispa diminuta, suspendida en el paladar de un silencio que parecía interminable. Pero los silencios verdaderos son como las mareas: no desaparecen, se transforman. Aquel silencio, de golpe, se abrió como un cielo atravesado por un rayo. El murmullo se hizo rumor, el rumor se hizo latido, y el latido se partió en un grito que no sólo quebró la tarde: la reescribió desde cero. Hay gritos que no son sonido, sino relato.
Este domingo lo dejó desnudo y claro. Ese mirar fijo, desafiante, de un club patagónico activó todos los mecanismos del poder, como si un simple gesto hubiese profanado territorios prohibidos. Aun después de la derrota global ante el Estudiantes cordobés, las plumas baratas salieron a escena con su habitual veneno.
“Piedrazos, violencia y bronca incontenible: Deportivo Madryn cerró una temporada para el olvido”.
“El 1-1 derivó en incidentes… tras una campaña marcada por sospechas de favoritismos”.
¿Una temporada para el olvido? ¿En serio?
¿Pelear un ascenso es para el olvido?
¿En qué mapa viven?
Son los mismos exégetas de cartón, los payasos de moral prestada, habitantes de un mundo donde la virtud se declama pero no se practica. Cruzan la vida a escondidas, temerosos de que alguien les reproche la osadía de existir sin propósito, contrabandistas de urgencias ajenas que se van secando de a poco. Su universo es un desierto ético: todos contra todos, gozando de la desgracia del otro, celebrando sus éxitos sólo cuando el protagonista es uno de los suyos. Con un sistema de excusas tan frágil como eficaz, sus entusiasmos son propios; sus culpas, siempre ajenas. Sus responsabilidades, siempre de otro.
Son los mismos que -en su ignorancia supina- creen que los barcos se juntan para detener el viento o que se calefaccionan las veredas. Los que confunden valor con precio.
La campaña de Madryn, en cambio, fue un trueno. Un trueno que reventó gargantas dormidas, que las sacudió con una electricidad antigua, que las obligó a rugir todas juntas como si la Patagonia entera respirara al unísono. Fue un bocado al universo: un pueblo entero abriendo la boca como queriendo tragarse el destino y acomodarlo a su antojo. Fue un latigazo de luz, un fogonazo que iluminó arrugas, cicatrices, lágrimas, memorias. Las de los que esperaron, los que creyeron, los que tragaron polvo, viento y promesas rotas, pero jamás renunciaron a la esperanza.

Más que una campaña, fue una ceremonia.
Una clausura y un nacimiento.
Una tumba para viejos fantasmas y una cuna para nuevos gigantes.
Pala y martillo.
Luz y sombra.
Grito que no suplicó. Decretó.
Porque Deportivo Madryn no ascendió: reclamó lo que era suyo. No subió: conquistó. Lo hizo con los pies de sus jugadores, sí, pero sobre todo con la sangre de su historia, esa que se escribió entre tormentas heladas, viajes interminables y tardes de viento que te lastiman la piel pero te fortalecen el alma. Lo hizo con las manos callosas de su pueblo, con los pulmones de generaciones enteras, con el susurro de los que ya no están y sin embargo siguen soplando desde alguna nube rota sobre el golfo.
Hoy, el viento trae un eco distinto.
Un eco sin permiso.
Un eco que vibra con la voz de miles: Madryn no fue derrotado. Porque los que nacen entre la piedra y el oleaje no entienden esa palabra.
Madryn fue un domingo con sol, sí, pero sobre todo fue un domingo geográfico.
Un domingo donde la luz se filtró entre las salinas como si buscara tocar la historia con la yema de los dedos.
Un domingo con olor a mar bravo y a polvo de meseta.
Una frontera entre lo posible y lo increíble.
Era el Tongui Melín apareciendo en cada eco.
Eran los Casado —porque en cada página dorada hay un Casado escondido en la foto—.
Eran Abel y Renzo, los hijos de un potrero que nunca existió en los mapas, pero sí en la memoria.
Eran los Peinipil, brotando como raíces indestructibles en la estepa.
Los Paollela, guardianes de jugadas eternas.
Luján, el Poldo, Ubaldo.
Rufino Echaide, el ñandú indomable que dejó 243 huellas imposibles de borrar.
El petiso Antín desbordando por la derecha como si empujara con su corrida toda la meseta detrás de él.
Era también el ayer encontrándose con el hoy.
Abrazándose sin pedir permiso.
Como aquel tiro libre del Mara Sayhueque que quebró 18 años de sequía y abrió un océano de certezas.
Como los goles de Carolo.
Como el del Caio, esquivando rivales como quien esquiva jarillas en la estepa: sin detenerse, sin disculparse, sin mirar atrás.
Ahí estaban Cirilo, Alfredo, Coco y toda una generación que entiende que Madryn no es un club: es una casa donde la mesa siempre está servida. Una casa donde el visitante se transforma en familia y el local en patria. Porque Madryn no es institución: es geografía sentimental.
Ahí estuvieron también Ricardo y Gustavo, criados en Loma Blanca, donde los tapones golpeaban la cerámica del vestuario como tambores de guerra. Y al fondo, el Palacio Pujol vigilaba todo, como una postal, recordando que el club siempre creció entre el mar y la historia, entre la arena y la leyenda.

Y entonces aparecieron ellos: los incomparables, los innegociables, los que no hablan: sienten.
Los de reacciones volcánicas, los viscerales, los leales sin cálculo.
Los que heredan el viento, la paciencia del invierno, la fiereza de la estepa.
Los que saben que nacer en el sur es una identidad, no una ubicación.
Porque Deportivo Madryn nació de una cuna proletaria: de ferroviarios, portuarios, pescadores; de hombres y mujeres que se rompieron las manos trabajando mientras soñaban con un domingo como este. Su sangre es un mar espeso, morado, profundo, que late con cada marea.
Madryn es de primera aunque duela.
Aunque moleste.
Aunque en los centros del país no lo puedan asimilar.
Aunque miren a la Patagonia como territorio de recursos, no de personas, y ahora no sepan qué hacer cuando ese sur habla, grita y se sienta a la mesa grande sin pedir permiso.
Madryn es de primera pese a las sospechas inventadas, pese a los ataques mezquinos, pese al miedo que genera un equipo del sur cuando escribe historia sin pedir disculpas.
Porque la Patagonia nunca pidió permiso: aprendió a caminar contra el viento.
Hoy, después de rutas infinitas, barrancas, temporales y silencios, la Patagonia sabe que es de primera.
No porque lo diga un acta.
Ni un ascenso.
Ni un resultado.
Sino porque lo dijo la tierra.
Porque lo dijo su pueblo.
Porque lo dijo su historia.
Hoy lo grita Madryn y lo escucha el país entero.
Porque hoy más que nunca: Madryn es sur. Madryn es pueblo. Madryn es identidad. Por eso, Madryn es de primera.