La historia del grano de mostaza

Hace 150 años, la misión salesiana de Don Bosco llegaba a Argentina, convirtiéndose en un faro en la vasta región patagónica.

La vieja plaza Lamarque y el Colegio Don Bosco de Rawson. Foto: Patricia Lorenzo Harris.
13 DIC 2025 - 18:03 | Actualizado 13 DIC 2025 - 18:10

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza…” pequeño en la mano, casi invisible, pero con la obstinación sagrada de todo lo que nace para quedarse.

Así llegó la obra salesiana a la Argentina: como una semilla mínima traída en los bolsillos del sueño, como una fe que no hacía ruido, como un puñado de nombres y sotanas bajando de un barco la tarde del 14 de diciembre de 1875, cuando el país todavía se estaba escribiendo a sí mismo y el presidente se llamaba Nicolás Avellaneda.

Era la primera vez que Don Bosco miraba más allá de Europa y se animaba al océano.

No eligió la comodidad ni el mapa seguro. Eligió la promesa. Eligió América. Eligió Argentina.

Desde 1870 los pedidos le llovían como cartas al viento: India, Hong Kong, China, Australia, Egipto, Estados Unidos. Pero su corazón —ese que sabía leer el futuro— se inclinó hacia el sur del mundo. Aquí había inmigrantes del norte de Italia con la nostalgia colgada del cuello; aquí había soledades que necesitaban abrigo; aquí estaban los pueblos de la Patagonia que Don Bosco había soñado despierto, como quien ve tierras antes de pisarlas. Juan Cagliero ya caminaba esos sueños.

Y el grano tocó la tierra. Primero Buenos Aires. Después San Nicolás de los Arroyos.

Manos tendidas a los recién llegados, escuelas improvisadas en medio del desarraigo, una pedagogía que no castigaba, que abrazaba.

Pero la semilla no nació para quedarse quieta. Empujada por el viento del sur, bajó hasta la Patagonia, donde el Estado todavía era una promesa y la Iglesia apenas un murmullo.

Las iglesias salesianas en la inmensidad patagónica. Foto: Patricia Lorenzo Harris.

El 20 de enero de 1880, en Carmen de Patagones, comenzó la epopeya misionera: los salesianos y las hijas de María Auxiliadora clavando estacas de fe en una tierra áspera y vasta. Algunos llegaron como adelantados de la Campaña del Desierto; otros llegaron con cuadernos, con libros, con una fe que no pedía permiso.

Y la semilla creció.

Creció en escuelas primarias y secundarias, en talleres de artes y oficios donde el futuro se aprendía con las manos, en escuelas agrarias que enseñaban a dialogar con la tierra, en internados que eran refugio, hogar, puerto.

Creció en ciencia, en cultura, en palabras escritas cuando escribir era fundar.

Creció en el encuentro —a veces difícil, a veces luminoso— con los pueblos originarios, en ese cruce de mundos que dejó huellas imposibles de borrar.

Mientras faltaban escuelas públicas, ellos levantaron aulas. Mientras sobraban olvidos, ellos sembraron presencia.

Crearon un sistema educativo paralelo, confesional y solicitado, no para separar, sino para formar: católicos argentinos, hijos de esta tierra nueva.

Hoy, a 150 años de aquella tarde de 1875, el grano de mostaza es árbol. Un árbol enorme, de raíces profundas y ramas extendidas.

La obra salesiana vive en 22 provincias argentinas y en muchas más historias.

En cada ciudad patagónica hay una huella, un patio, una campana, una anécdota que se cuenta en voz baja como quien habla de familia.

Su extensión territorial y su permanencia en el tiempo son más que estadísticas: son testimonio.

Bajo sus ramas anidan generaciones. Niños, niñas, adolescentes y jóvenes, especialmente los más frágiles, los que el mundo suele pasar de largo.

Porque el Reino —como dijo el Evangelio—no empieza grande.

Empieza pequeño.

Empieza cuando alguien se anima a sembrar.

La vieja plaza Lamarque y el Colegio Don Bosco de Rawson. Foto: Patricia Lorenzo Harris.
13 DIC 2025 - 18:03

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

El Reino de los Cielos es como un grano de mostaza…” pequeño en la mano, casi invisible, pero con la obstinación sagrada de todo lo que nace para quedarse.

Así llegó la obra salesiana a la Argentina: como una semilla mínima traída en los bolsillos del sueño, como una fe que no hacía ruido, como un puñado de nombres y sotanas bajando de un barco la tarde del 14 de diciembre de 1875, cuando el país todavía se estaba escribiendo a sí mismo y el presidente se llamaba Nicolás Avellaneda.

Era la primera vez que Don Bosco miraba más allá de Europa y se animaba al océano.

No eligió la comodidad ni el mapa seguro. Eligió la promesa. Eligió América. Eligió Argentina.

Desde 1870 los pedidos le llovían como cartas al viento: India, Hong Kong, China, Australia, Egipto, Estados Unidos. Pero su corazón —ese que sabía leer el futuro— se inclinó hacia el sur del mundo. Aquí había inmigrantes del norte de Italia con la nostalgia colgada del cuello; aquí había soledades que necesitaban abrigo; aquí estaban los pueblos de la Patagonia que Don Bosco había soñado despierto, como quien ve tierras antes de pisarlas. Juan Cagliero ya caminaba esos sueños.

Y el grano tocó la tierra. Primero Buenos Aires. Después San Nicolás de los Arroyos.

Manos tendidas a los recién llegados, escuelas improvisadas en medio del desarraigo, una pedagogía que no castigaba, que abrazaba.

Pero la semilla no nació para quedarse quieta. Empujada por el viento del sur, bajó hasta la Patagonia, donde el Estado todavía era una promesa y la Iglesia apenas un murmullo.

Las iglesias salesianas en la inmensidad patagónica. Foto: Patricia Lorenzo Harris.

El 20 de enero de 1880, en Carmen de Patagones, comenzó la epopeya misionera: los salesianos y las hijas de María Auxiliadora clavando estacas de fe en una tierra áspera y vasta. Algunos llegaron como adelantados de la Campaña del Desierto; otros llegaron con cuadernos, con libros, con una fe que no pedía permiso.

Y la semilla creció.

Creció en escuelas primarias y secundarias, en talleres de artes y oficios donde el futuro se aprendía con las manos, en escuelas agrarias que enseñaban a dialogar con la tierra, en internados que eran refugio, hogar, puerto.

Creció en ciencia, en cultura, en palabras escritas cuando escribir era fundar.

Creció en el encuentro —a veces difícil, a veces luminoso— con los pueblos originarios, en ese cruce de mundos que dejó huellas imposibles de borrar.

Mientras faltaban escuelas públicas, ellos levantaron aulas. Mientras sobraban olvidos, ellos sembraron presencia.

Crearon un sistema educativo paralelo, confesional y solicitado, no para separar, sino para formar: católicos argentinos, hijos de esta tierra nueva.

Hoy, a 150 años de aquella tarde de 1875, el grano de mostaza es árbol. Un árbol enorme, de raíces profundas y ramas extendidas.

La obra salesiana vive en 22 provincias argentinas y en muchas más historias.

En cada ciudad patagónica hay una huella, un patio, una campana, una anécdota que se cuenta en voz baja como quien habla de familia.

Su extensión territorial y su permanencia en el tiempo son más que estadísticas: son testimonio.

Bajo sus ramas anidan generaciones. Niños, niñas, adolescentes y jóvenes, especialmente los más frágiles, los que el mundo suele pasar de largo.

Porque el Reino —como dijo el Evangelio—no empieza grande.

Empieza pequeño.

Empieza cuando alguien se anima a sembrar.