No olvido de donde vengo

La semana no fue trágica: fue un matadero con argumento oficial. A más de un siglo de esa cacería histórica; el poder de turno pretende, nuevamente, socavar el derecho del trabajador argentino.

Más de 1.300 muertos y 4.000 heridos, torturados y violados dejó la llamada Semana Trágica.
17 DIC 2025 - 19:13 | Actualizado 17 DIC 2025 - 19:22

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

El poder, como siempre, necesitó un enemigo monstruoso para justificar la sangre. Inventó una alquimia grotesca —ruso, judío, alemán, anarquista, zurdo, derechista— y la agitó en los diarios obedientes hasta que el miedo se volvió bala. En la Argentina, dijeron, la izquierda y la derecha conspiran juntas. El viejo truco: cuando el pueblo se organiza, se lo declara extranjero. Cuando pide derechos, se lo acusa de traición. Y cuando no se arrodilla, se lo reprime.

Hace 105 años, Buenos Aires fue un campo de caza. La Policía y el Ejército, escoltados por las jaurías civiles de la Liga Patriótica y los rompehuelgas financiados por la Sociedad Rural, salieron a limpiar la ciudad como quien fumiga una plaga. El resultado fue una contabilidad del horror: 1.356 muertos, más de 4.000 heridos, violados, torturados. Niños. Mujeres. Pibes. El único pogromo de todo el continente, con la orden vomitada desde las sombras: “maten a un ruso”. De ahí nació el “yo, argentino”: contraseña de supervivencia, salvoconducto para no morir por apellido, acento o fe.

¿El crimen de los obreros de Vasena, esa metalúrgica ítalo-inglesa que encendió la mecha? Pedir lo indecible: ocho horas de trabajo, 12% de aumento, horas extras pagas, igualdad por secciones y por género. Nada de banderas rojas clavadas en la Casa Rosada; sólo pan, tiempo y dignidad. Inaceptable. Imperdonable. La respuesta fue una semana de cacería humana.

El cóctel estaba servido: la ineficacia cómplice del gobierno de Yrigoyen, la intransigencia sindical de raíz anarquista, la xenofobia como fósforo. Explotó. Y dejó una frase tatuada en la historia: acá, cuando el capital tiembla, el Estado dispara.

Al final —ironía que sangra— la huelga ganó. Los derechos fueron concedidos. El poder los anotó como “costos”. El pueblo los pagó con mártires. Miles. Gente que entendió que la justicia social no cae del cielo: se arranca. Que la historia no avanza por buenos modales: se empuja con el cuerpo.
Todo empezó en diciembre de 1918, estalló el 7 de enero de 1919 y se volvió multitud el 9, cuando el cortejo fúnebre fue un río de bronca y dignidad. Pero no terminó nunca. Puede volver cualquier día. Siempre vuelve cuando el trabajo es desprecio y la ley es un garrote.

Por eso duele —y enfurece— el mamarracho firmado, en su momento y bajo la insólita etiqueta de “Provincias Unidas del Sur” en Tucumán, parodia de patria y prólogo de una nueva ley laboral que pretende borrar a los muertos con una firma prolija. Justo ahora. Coincidiendo fechas. No es modernización: es desmemoria. No es orden: es revancha.

Es una afrenta mayúscula a quienes dejaron la vida por una Argentina justa, libre y soberana. A hombres y mujeres que convirtieron el taller en trinchera y el salario en bandera. A los niños que pagaron con sangre una lección que el poder insiste en olvidar.

Yo no olvido. Y no pido permiso para decirlo.

Vengo de ese origen.

Del obrero.

Del que, cuando todo arde, no huye: resiste.

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Más de 1.300 muertos y 4.000 heridos, torturados y violados dejó la llamada Semana Trágica.
17 DIC 2025 - 19:13

Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada

El poder, como siempre, necesitó un enemigo monstruoso para justificar la sangre. Inventó una alquimia grotesca —ruso, judío, alemán, anarquista, zurdo, derechista— y la agitó en los diarios obedientes hasta que el miedo se volvió bala. En la Argentina, dijeron, la izquierda y la derecha conspiran juntas. El viejo truco: cuando el pueblo se organiza, se lo declara extranjero. Cuando pide derechos, se lo acusa de traición. Y cuando no se arrodilla, se lo reprime.

Hace 105 años, Buenos Aires fue un campo de caza. La Policía y el Ejército, escoltados por las jaurías civiles de la Liga Patriótica y los rompehuelgas financiados por la Sociedad Rural, salieron a limpiar la ciudad como quien fumiga una plaga. El resultado fue una contabilidad del horror: 1.356 muertos, más de 4.000 heridos, violados, torturados. Niños. Mujeres. Pibes. El único pogromo de todo el continente, con la orden vomitada desde las sombras: “maten a un ruso”. De ahí nació el “yo, argentino”: contraseña de supervivencia, salvoconducto para no morir por apellido, acento o fe.

¿El crimen de los obreros de Vasena, esa metalúrgica ítalo-inglesa que encendió la mecha? Pedir lo indecible: ocho horas de trabajo, 12% de aumento, horas extras pagas, igualdad por secciones y por género. Nada de banderas rojas clavadas en la Casa Rosada; sólo pan, tiempo y dignidad. Inaceptable. Imperdonable. La respuesta fue una semana de cacería humana.

El cóctel estaba servido: la ineficacia cómplice del gobierno de Yrigoyen, la intransigencia sindical de raíz anarquista, la xenofobia como fósforo. Explotó. Y dejó una frase tatuada en la historia: acá, cuando el capital tiembla, el Estado dispara.

Al final —ironía que sangra— la huelga ganó. Los derechos fueron concedidos. El poder los anotó como “costos”. El pueblo los pagó con mártires. Miles. Gente que entendió que la justicia social no cae del cielo: se arranca. Que la historia no avanza por buenos modales: se empuja con el cuerpo.
Todo empezó en diciembre de 1918, estalló el 7 de enero de 1919 y se volvió multitud el 9, cuando el cortejo fúnebre fue un río de bronca y dignidad. Pero no terminó nunca. Puede volver cualquier día. Siempre vuelve cuando el trabajo es desprecio y la ley es un garrote.

Por eso duele —y enfurece— el mamarracho firmado, en su momento y bajo la insólita etiqueta de “Provincias Unidas del Sur” en Tucumán, parodia de patria y prólogo de una nueva ley laboral que pretende borrar a los muertos con una firma prolija. Justo ahora. Coincidiendo fechas. No es modernización: es desmemoria. No es orden: es revancha.

Es una afrenta mayúscula a quienes dejaron la vida por una Argentina justa, libre y soberana. A hombres y mujeres que convirtieron el taller en trinchera y el salario en bandera. A los niños que pagaron con sangre una lección que el poder insiste en olvidar.

Yo no olvido. Y no pido permiso para decirlo.

Vengo de ese origen.

Del obrero.

Del que, cuando todo arde, no huye: resiste.