Mané, ese otro héroe trágico

26 DIC 2024 - 15:11 | Actualizado 06 ENE 2025 - 16:18

Por: Juan Miguel Bigrevich

Edición: Marcelo Maidana


"Aquí descansa en paz el hombre que fue la alegría del pueblo". Así está escrito en su lápida en Pau Grande, un poblado cerca de Rio de Janeiro, infestado de favelas y perdonavidas. Hoy, se cumplen 41 años de su muerte y, todavía, la sola mención de su nombre consigue dibujar una sonrisa en los rostros de los brasileños y de henchir de orgullo sus corazones. El médico, al certificar su muerte a los 49 años, invitada por el vicio del tabaco y el alcohol, dijo "desconocido". Ni idea tenía. Ese profesional de la medicina firmaba que se habían acabado los minutos de descuento del ídolo, en la miseria más absoluta, desnudando lástima de algunos, viva admiración en otros, olvido de una mayoría que ya no lo veían joven ni de corto, regateando como quizás nadie más lo hizo en una cancha de fútbol.

Una madrugada del 20 de enero de 1983 fallecía Manuel Francisco Dos Santos, alias Mané; pero más conocido por su sobrenombre universal bien querido por los malqueridos: Garrincha. En homenaje a un pájaro del Mato Grosso brasileño parecido a él. Feo, negro, torpe y veloz. Y guapo.

Hijo indómito de un indio y una negra, hermano de otros seis, fue el más fulero de todos, medio tonto, con una pierna más corta que la otra y con sus pies girados 80° grados hacia adentro. Fumador de los 10 y tomador de los 11, tuvo 40 amantes, 13 mujeres y otros tantos hijos.

Compartió un amor tormentoso con la cantante Elza Soares -primereando a un presidente-, esa mujer de voz ronca y llena de dinamita sensual, llamada “la reina del Bossa Negra”; en su época de gloria y embriaguez y con quién denunciaba gemidos y también maltratos y fue, quizás, el mejor jugador de todos los tiempos en donde se juega el mejor fútbol de todos. Sólo la leyenda de Pelé evita esa definición y con quién -juntos- en la selección jamás perdieron un juego. Fue campeón con el Botafogo tres veces. El club de su vida (que hoy lo extraña a horrores), aunque pasaron otros. Y dos veces campeón mundial con su selección, donde lo reventaban a patadas los "Joao" (para él todos sus rivales se llamaban así).

Dijeron que ese patizambo nunca podía caminar. Sin embargo, fue un fuera de serie, que enloqueció a sus rivales e hizo delirar a los que lo iban a mirar, desacreditando a los expertos que un retardado así no podía jugar tan bien. Nunca paró de sufrir como lo marca una frase suya, lapidaria: "Mi vida es una lucha entre el bien y el mal, pero siempre pierdo yo".

Ser Garrincha no bastó con la alegría, también tuvo que ser salvaje; desmontar los prejuicios, destronar el dictamen científico, arrollar la visión normal y equilibrarse en un mundo que no lo tuvo recto, con sus piernas desajustadas, las rodillas ladeadas y la columna encorvada. Para él lo simple no estaba en el lenguaje ni en las formas, más bien en una animalidad sobreviviente, fluida y desconcertantemente natural.

Con su cuerpo contaminado, aferrado a los recuerdos y a una fría cerveza, un día dijo chau, no va más. Cerca del lugar de su nacimiento.
Adonde como un salmón del destino vuelve a dejar sus huesos maltrechos, junto al humo del tabaco y el alcohol llenando cada una de sus venas. Y se fue como ese pájaro rápido y torpe que era. Una marea humana lo acompañó hasta su descanso final. Fue una despedida incomparable a uno de sus artistas más amados. Que terminó como arrancó. Sólo, triste, abandonado. Otro pobre y pequeño mortal que ayudó a un país a suspender sus tristezas; que vuelven irremediablemente y en donde ya no hay un Garrincha disponible. Se fue a volar y nunca más lo atraparon. Héroe trágico que quemó sus alas prematuramente. Sin molde, sin paz, sin olvido. Que mira el Maracaná repleto y se ve siendo velado.

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26 DIC 2024 - 15:11

Por: Juan Miguel Bigrevich

Edición: Marcelo Maidana


"Aquí descansa en paz el hombre que fue la alegría del pueblo". Así está escrito en su lápida en Pau Grande, un poblado cerca de Rio de Janeiro, infestado de favelas y perdonavidas. Hoy, se cumplen 41 años de su muerte y, todavía, la sola mención de su nombre consigue dibujar una sonrisa en los rostros de los brasileños y de henchir de orgullo sus corazones. El médico, al certificar su muerte a los 49 años, invitada por el vicio del tabaco y el alcohol, dijo "desconocido". Ni idea tenía. Ese profesional de la medicina firmaba que se habían acabado los minutos de descuento del ídolo, en la miseria más absoluta, desnudando lástima de algunos, viva admiración en otros, olvido de una mayoría que ya no lo veían joven ni de corto, regateando como quizás nadie más lo hizo en una cancha de fútbol.

Una madrugada del 20 de enero de 1983 fallecía Manuel Francisco Dos Santos, alias Mané; pero más conocido por su sobrenombre universal bien querido por los malqueridos: Garrincha. En homenaje a un pájaro del Mato Grosso brasileño parecido a él. Feo, negro, torpe y veloz. Y guapo.

Hijo indómito de un indio y una negra, hermano de otros seis, fue el más fulero de todos, medio tonto, con una pierna más corta que la otra y con sus pies girados 80° grados hacia adentro. Fumador de los 10 y tomador de los 11, tuvo 40 amantes, 13 mujeres y otros tantos hijos.

Compartió un amor tormentoso con la cantante Elza Soares -primereando a un presidente-, esa mujer de voz ronca y llena de dinamita sensual, llamada “la reina del Bossa Negra”; en su época de gloria y embriaguez y con quién denunciaba gemidos y también maltratos y fue, quizás, el mejor jugador de todos los tiempos en donde se juega el mejor fútbol de todos. Sólo la leyenda de Pelé evita esa definición y con quién -juntos- en la selección jamás perdieron un juego. Fue campeón con el Botafogo tres veces. El club de su vida (que hoy lo extraña a horrores), aunque pasaron otros. Y dos veces campeón mundial con su selección, donde lo reventaban a patadas los "Joao" (para él todos sus rivales se llamaban así).

Dijeron que ese patizambo nunca podía caminar. Sin embargo, fue un fuera de serie, que enloqueció a sus rivales e hizo delirar a los que lo iban a mirar, desacreditando a los expertos que un retardado así no podía jugar tan bien. Nunca paró de sufrir como lo marca una frase suya, lapidaria: "Mi vida es una lucha entre el bien y el mal, pero siempre pierdo yo".

Ser Garrincha no bastó con la alegría, también tuvo que ser salvaje; desmontar los prejuicios, destronar el dictamen científico, arrollar la visión normal y equilibrarse en un mundo que no lo tuvo recto, con sus piernas desajustadas, las rodillas ladeadas y la columna encorvada. Para él lo simple no estaba en el lenguaje ni en las formas, más bien en una animalidad sobreviviente, fluida y desconcertantemente natural.

Con su cuerpo contaminado, aferrado a los recuerdos y a una fría cerveza, un día dijo chau, no va más. Cerca del lugar de su nacimiento.
Adonde como un salmón del destino vuelve a dejar sus huesos maltrechos, junto al humo del tabaco y el alcohol llenando cada una de sus venas. Y se fue como ese pájaro rápido y torpe que era. Una marea humana lo acompañó hasta su descanso final. Fue una despedida incomparable a uno de sus artistas más amados. Que terminó como arrancó. Sólo, triste, abandonado. Otro pobre y pequeño mortal que ayudó a un país a suspender sus tristezas; que vuelven irremediablemente y en donde ya no hay un Garrincha disponible. Se fue a volar y nunca más lo atraparon. Héroe trágico que quemó sus alas prematuramente. Sin molde, sin paz, sin olvido. Que mira el Maracaná repleto y se ve siendo velado.


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