El mundo que habitamos fue diseñado por una élite que aprendió a dominar sin usar cadenas ni ejércitos. Ya no necesitan armas para someter: su poder se ejerce desde la información, la manipulación y el control de lo esencial.
Ellos son la minoría, y su dominio se sostiene sobre la distracción, la deuda y la división del resto. Manipulan lo que vemos, lo que pensamos, lo que creemos. Son dueños de los medios, de los algoritmos y de los discursos que moldean nuestra realidad. Nos distraen con el “pan y circo” moderno: escándalos, espectáculos, polémicas vacías.
Y mientras discutimos por migajas, ellos se reparten el banquete. Nos dividen para debilitarnos: izquierda contra derecha, pobres contra pobres, hermanos contra hermanos. Pero el verdadero enemigo no está enfrente: está arriba, escondido tras los muros del poder. Un pueblo dividido nunca será libre; un pueblo unido es invencible.
También controlan lo esencial: el agua, la tierra, la energía, los alimentos. Nos quieren dependientes, temerosos, resignados. Nos dicen que “hay que estar peor para estar mejor”, que el sacrificio eterno traerá una recompensa incierta. Pero esa mentira —repetida por los profetas del ajuste— solo perpetúa la miseria y la desigualdad. Porque quien está mal hoy, come mal, no se educa ni se cura. Y un pueblo sin alimento, sin educación y sin salud, no tiene futuro posible. Estar mal hoy es garantía de estar peor mañana. Nos quieren convencer de que la pobreza es un tránsito necesario hacia el bienestar.
Nos piden paciencia mientras multiplican la miseria. Pero no hay progreso en el hambre, ni prosperidad en el sufrimiento. Mientras ellos especulan, fugan y se blindan, nuestros jubilados retroceden, nuestras familias se endeudan y los trabajadores pagan los platos rotos de una fiesta ajena. Ya lo vivimos con Macri y su estafa de endeudamiento eterno, y hoy lo sufrimos con Javier Milei, el entregador serial que vino a destruir el Estado, a rematar la Patria y a devolvernos al siglo XIX bajo el disfraz de “libertad”. Su motosierra no recorta privilegios: corta derechos.
Entrega nuestras empresas, nuestro trabajo y nuestra soberanía a las mismas corporaciones que dictan desde afuera la suerte del país. Milei no vino a liberar nada: vino a entregar todo. En los hechos, Milei ya prepara junto a su círculo rojo una reforma laboral a medida del poder económico, que será debatida después del 10 de diciembre, pero que ya está escrita y lista para ejecutarse. Un plan de demolición de derechos conquistados durante décadas: eliminación de paritarias, fin de indemnizaciones, prohibición de juicios laborales, y la absurda idea de cobrar sueldos en cualquier moneda, como si la dolarización fuera libertad y no entrega.
Nada de esto fue debatido ni consensuado. Son ideas que expresan el corazón del proyecto libertario: un país sin derechos laborales, sin sindicatos y sin justicia social. Porque con un gobierno liberal como el de Milei, la miseria no es solo hambre: la miseria empieza cuando sobra el egoísmo. Y la miseria tiene muchas formas. A veces duele en el cuerpo, a veces en el alma, a veces en el silencio.
Está la miseria material —la del pan que falta, la del trabajo que no alcanza—, pero también hay miserias más profundas: la del que se siente solo entre muchos, la del que pierde la fe, la del que se acostumbra a ver injusticias sin hacer nada. Superar la miseria no es solo cuestión de dinero: es recuperar la sensibilidad, la conciencia y la ternura. Es volver a mirar al otro como un reflejo de uno mismo. Porque cuando se apaga el alma, todas las miserias encuentran casa. Y cuando un pueblo despierta, la élite tiembla.
El movimiento obrero nació justamente para enfrentar esas miserias, para que nadie tenga que resignarse al “así es la vida” ni entregar su dignidad a cambio de una promesa vacía. Porque la lucha sindical no es solo por el salario: es por la justicia, la igualdad y la posibilidad de una vida plena, digna y compartida. La verdadera riqueza de un pueblo está en su dignidad, en la solidaridad entre sus miembros y en la justicia que defiende. Y cuando esa conciencia despierta, ninguna miseria —ni material ni moral— puede gobernar.
El 26 de octubre no votamos solo candidatos: votamos en defensa propia. Votamos por el salario, por la salud, por la educación, por la soberanía, por la dignidad de nuestro pueblo. Porque un país que se entrega, ya no tiene destino.
Votemos en defensa propia. Votemos por los trabajadores. Votemos por la Patria.
Héctor González, Secretario General Sindicato Regional de Luz y Fuerza de la Patagonia
El mundo que habitamos fue diseñado por una élite que aprendió a dominar sin usar cadenas ni ejércitos. Ya no necesitan armas para someter: su poder se ejerce desde la información, la manipulación y el control de lo esencial.
Ellos son la minoría, y su dominio se sostiene sobre la distracción, la deuda y la división del resto. Manipulan lo que vemos, lo que pensamos, lo que creemos. Son dueños de los medios, de los algoritmos y de los discursos que moldean nuestra realidad. Nos distraen con el “pan y circo” moderno: escándalos, espectáculos, polémicas vacías.
Y mientras discutimos por migajas, ellos se reparten el banquete. Nos dividen para debilitarnos: izquierda contra derecha, pobres contra pobres, hermanos contra hermanos. Pero el verdadero enemigo no está enfrente: está arriba, escondido tras los muros del poder. Un pueblo dividido nunca será libre; un pueblo unido es invencible.
También controlan lo esencial: el agua, la tierra, la energía, los alimentos. Nos quieren dependientes, temerosos, resignados. Nos dicen que “hay que estar peor para estar mejor”, que el sacrificio eterno traerá una recompensa incierta. Pero esa mentira —repetida por los profetas del ajuste— solo perpetúa la miseria y la desigualdad. Porque quien está mal hoy, come mal, no se educa ni se cura. Y un pueblo sin alimento, sin educación y sin salud, no tiene futuro posible. Estar mal hoy es garantía de estar peor mañana. Nos quieren convencer de que la pobreza es un tránsito necesario hacia el bienestar.
Nos piden paciencia mientras multiplican la miseria. Pero no hay progreso en el hambre, ni prosperidad en el sufrimiento. Mientras ellos especulan, fugan y se blindan, nuestros jubilados retroceden, nuestras familias se endeudan y los trabajadores pagan los platos rotos de una fiesta ajena. Ya lo vivimos con Macri y su estafa de endeudamiento eterno, y hoy lo sufrimos con Javier Milei, el entregador serial que vino a destruir el Estado, a rematar la Patria y a devolvernos al siglo XIX bajo el disfraz de “libertad”. Su motosierra no recorta privilegios: corta derechos.
Entrega nuestras empresas, nuestro trabajo y nuestra soberanía a las mismas corporaciones que dictan desde afuera la suerte del país. Milei no vino a liberar nada: vino a entregar todo. En los hechos, Milei ya prepara junto a su círculo rojo una reforma laboral a medida del poder económico, que será debatida después del 10 de diciembre, pero que ya está escrita y lista para ejecutarse. Un plan de demolición de derechos conquistados durante décadas: eliminación de paritarias, fin de indemnizaciones, prohibición de juicios laborales, y la absurda idea de cobrar sueldos en cualquier moneda, como si la dolarización fuera libertad y no entrega.
Nada de esto fue debatido ni consensuado. Son ideas que expresan el corazón del proyecto libertario: un país sin derechos laborales, sin sindicatos y sin justicia social. Porque con un gobierno liberal como el de Milei, la miseria no es solo hambre: la miseria empieza cuando sobra el egoísmo. Y la miseria tiene muchas formas. A veces duele en el cuerpo, a veces en el alma, a veces en el silencio.
Está la miseria material —la del pan que falta, la del trabajo que no alcanza—, pero también hay miserias más profundas: la del que se siente solo entre muchos, la del que pierde la fe, la del que se acostumbra a ver injusticias sin hacer nada. Superar la miseria no es solo cuestión de dinero: es recuperar la sensibilidad, la conciencia y la ternura. Es volver a mirar al otro como un reflejo de uno mismo. Porque cuando se apaga el alma, todas las miserias encuentran casa. Y cuando un pueblo despierta, la élite tiembla.
El movimiento obrero nació justamente para enfrentar esas miserias, para que nadie tenga que resignarse al “así es la vida” ni entregar su dignidad a cambio de una promesa vacía. Porque la lucha sindical no es solo por el salario: es por la justicia, la igualdad y la posibilidad de una vida plena, digna y compartida. La verdadera riqueza de un pueblo está en su dignidad, en la solidaridad entre sus miembros y en la justicia que defiende. Y cuando esa conciencia despierta, ninguna miseria —ni material ni moral— puede gobernar.
El 26 de octubre no votamos solo candidatos: votamos en defensa propia. Votamos por el salario, por la salud, por la educación, por la soberanía, por la dignidad de nuestro pueblo. Porque un país que se entrega, ya no tiene destino.
Votemos en defensa propia. Votemos por los trabajadores. Votemos por la Patria.
Héctor González, Secretario General Sindicato Regional de Luz y Fuerza de la Patagonia